domingo, 29 de mayo de 2016
miércoles, 27 de abril de 2016
Tom
Anoche tuvimos un desacuerdo con Tom.
Tom, como muchos ya deben saber, es mi perro, un cuzquito de casi tres años que nos cambió la vida a todos. Nosotros no estábamos muy decididos a tener una mascota de nuevo (las experiencias pasadas, por H o por B, no habían sido del todo exitosas) pero un día aparecí con el jagüa en casa y nadie pudo hacer mucho para evitarlo.
El hecho es que Tom, como muchos otros perros de familia, lleva una vida corta y prácticamente sin preocupaciones. Tuvo la suerte de que lo rescatara de la calle Avipa, una grupo de gente que quiere más a los animales que yo a los sanguches de milanesa, cuando apenas podía abrir los ojos. Un día fui a buscar otro perro que había visto publicado y me encontré con él, en el mostrador, que de tan confiado y feliz que estaba por el trato dispensado, se me acercó y me empezó a besar la cara. Me lo llevé (o él se vino conmigo) y desde entonces ha cumplido a rajatabla la única función que uno puede pretender de un cachorro cuando lo trae a casa: Tom da amor.
Gracias a su carisma y su inteligencia, Tom se ha ido ganando el respeto y los favores de todos, incluso de papá, símbolo de la corteza dura y del hombre con pelo en pecho. Por eso, por el triunfo de la meritocracia, Tom desde hace unos cuantos meses duerme adentro, algo que nunca otro perro había logrado en nuestra casa. Primero fue algo paulatino, un día papá lo descubrió y lo sacó, al otro día no le dijo nada y de repente a todos nos llamaría la atención no tropezarnos con él cuando nos levantamos al baño o a tomar agua.
Pero anoche tuve un desacuerdo con Tom. Uno de los primeros. He de reconocer que es lógico: prácticamente desde que nació pasó una vida sin dificultades. A lo bueno uno se acostumbra rápido, ¿No?
Lo concreto es que anoche, cuando me levanté de madrugada para tomar agua, encontré a Tom, mi perro cuzquito, durmiendo en el sillón del living, como todos los días, pero con una pequeña diferencia.
Tom temblaba.
Tom, el perro que pasó dos inviernos durmiendo en el lavadero, que hace un puñado de meses miraba la luna en primera persona y se peleaba con los gatos que lo gozaban desde la pared, ahora temblaba porque tenía frío, dentro de casa.
Lo primero que hice, instintivamente, fue taparlo con una toalla que encontré por ahí. Soltó un pequeño gruñido, de satisfacción tardía, y se dejó hundir más en el sillón. Me sorprendió tanto que tardé unos segundos en reaccionar.
Le saqué la toalla y me miró con sorpresa, como a quien lo despiertan tirándole un vaso de agua. Le abrí la puerta del patio y lo invité a irse. Instantáneamente bajó las orejas, asumiendo un error que nunca va a comprender. Insistí. Comenzamos un duelo de miradas ridículo entre un perro y un hombre en calzones.
Salió. Cerré la puerta y lo miré atrás del vidrio. Conté sesenta segundos y lo dejé entrar, mientras él lloraba.
En ese momento, Tom fue la felicidad. Durmió cómodo y calentito. La toalla quedó en el piso y ya no volvió a pedirla.
Todos necesitamos, cada cierto tiempo, que nos abran la puerta del patio.
Yo llevo durmiendo afuera casi dos meses.
Tom, como muchos ya deben saber, es mi perro, un cuzquito de casi tres años que nos cambió la vida a todos. Nosotros no estábamos muy decididos a tener una mascota de nuevo (las experiencias pasadas, por H o por B, no habían sido del todo exitosas) pero un día aparecí con el jagüa en casa y nadie pudo hacer mucho para evitarlo.
El hecho es que Tom, como muchos otros perros de familia, lleva una vida corta y prácticamente sin preocupaciones. Tuvo la suerte de que lo rescatara de la calle Avipa, una grupo de gente que quiere más a los animales que yo a los sanguches de milanesa, cuando apenas podía abrir los ojos. Un día fui a buscar otro perro que había visto publicado y me encontré con él, en el mostrador, que de tan confiado y feliz que estaba por el trato dispensado, se me acercó y me empezó a besar la cara. Me lo llevé (o él se vino conmigo) y desde entonces ha cumplido a rajatabla la única función que uno puede pretender de un cachorro cuando lo trae a casa: Tom da amor.
Gracias a su carisma y su inteligencia, Tom se ha ido ganando el respeto y los favores de todos, incluso de papá, símbolo de la corteza dura y del hombre con pelo en pecho. Por eso, por el triunfo de la meritocracia, Tom desde hace unos cuantos meses duerme adentro, algo que nunca otro perro había logrado en nuestra casa. Primero fue algo paulatino, un día papá lo descubrió y lo sacó, al otro día no le dijo nada y de repente a todos nos llamaría la atención no tropezarnos con él cuando nos levantamos al baño o a tomar agua.
Pero anoche tuve un desacuerdo con Tom. Uno de los primeros. He de reconocer que es lógico: prácticamente desde que nació pasó una vida sin dificultades. A lo bueno uno se acostumbra rápido, ¿No?
Lo concreto es que anoche, cuando me levanté de madrugada para tomar agua, encontré a Tom, mi perro cuzquito, durmiendo en el sillón del living, como todos los días, pero con una pequeña diferencia.
Tom temblaba.
Tom, el perro que pasó dos inviernos durmiendo en el lavadero, que hace un puñado de meses miraba la luna en primera persona y se peleaba con los gatos que lo gozaban desde la pared, ahora temblaba porque tenía frío, dentro de casa.
Lo primero que hice, instintivamente, fue taparlo con una toalla que encontré por ahí. Soltó un pequeño gruñido, de satisfacción tardía, y se dejó hundir más en el sillón. Me sorprendió tanto que tardé unos segundos en reaccionar.
Le saqué la toalla y me miró con sorpresa, como a quien lo despiertan tirándole un vaso de agua. Le abrí la puerta del patio y lo invité a irse. Instantáneamente bajó las orejas, asumiendo un error que nunca va a comprender. Insistí. Comenzamos un duelo de miradas ridículo entre un perro y un hombre en calzones.
Salió. Cerré la puerta y lo miré atrás del vidrio. Conté sesenta segundos y lo dejé entrar, mientras él lloraba.
En ese momento, Tom fue la felicidad. Durmió cómodo y calentito. La toalla quedó en el piso y ya no volvió a pedirla.
Todos necesitamos, cada cierto tiempo, que nos abran la puerta del patio.
Yo llevo durmiendo afuera casi dos meses.
jueves, 21 de abril de 2016
Ambiciones
ACLARACIÓN INICIAL
Lo que estás por leer no es un cuento, ni es un relato. No es ficción, ni una parábola bíblica. No es un retazo de un libro de Ari Paluch. Lo que escribo a continuación es mi mejor consejo. Dejalo, o seguí leyendo.
Hasta hace no mucho tiempo, creía que la ambición era una palabra muy, muy buena. Cada vez que yo estaba por cometer un error, encontraba a la ambición como mi mejor aliada contra la lógica, el amor y la coherencia. Siempre era mi excusa, así dividí al mundo: ambiciosos y conformistas. Así le dí para adelante.
Claro que ahora entiendo que la palabra ambición sigue siendo una de las buenas, una de las lindas, en su justa medida, en su debido enfoque. Pasa que en mi diccionario, al lado había una palabra chiquita, un tanto borroneada porque me daba (y me da) vergüenza, tanto que ya no se puede leer. No recuerdo puntualmente el término, pero algo tenía que ver con un billete.
Como muchos otros pelotudos que habitamos el mundo, en algún momento entre la vida y la muerte me dejé convencer por la idea de que me iba bien porque todos los meses encontraba en mis cuentas unas cuantas ambiciones nuevas. Creía que esas ambiciones compraban casas y autos, pero no entendía, no en términos mercantilistas sino emocionales, que no compran la gente que los habita.
En esos tiempos de billeteras gordas, yo cobijaba en mis adentros un oscuro deseo con el que fantaseaba a diario: ganarme muchos millones en la lotería y así, comprarme muchas casas enormes, a medida, autos cómodos y veloces. Aunque nunca jugué a la lotería.
Cuando tenía 21 años, ambicionaba con ser el mejor periodista de todos los tiempos. Con escribir libros y que la gente se enamore de mi voz (literaria). Quería ser un papá joven, un divertido y alegre papá joven, como fue el mío, y mis ambiciones no pasaban de esas, de enamorarme de una chica linda y hacer reír a mis amigos los viernes.
Ahora resulta que tengo 25 y ya dejé de creer que podía ser un periodista destacable, al menos. Me conformo con que los hinchas de Gimnasia y Estudiantes no me puteen por twitter. Escribo estados en el caralibro. Ya no voy a ser un papá joven, mucho menos alegre y a mis amigos los aburro tanto que cada tanto fantaseo con que tienen otro grupo paralelo de what’s app para no invitarme.
¿Cuándo fue que me convencieron de ser un pelotudo? ¿Cómo fue que no me di cuenta lo que me perdía a mi alrededor?
No dejes nunca que la plata te diga lo que tenés que hacer. No dejes nunca de seducir, de seducirte, de enamorarte de cosas que públicamente te darían vergüenza. No seques tus venas de sangre, no dejés de creer que podés cambiar el mundo, aunque el mundo todos los días te demuestre que es una mierda. Lleva a esa chica que te gusta a cenar, hacela sentir especial, importante. No esperes que el chico con el que te pasan cosas acelere, porque a lo mejor es un cagón que no se anima a decirte lo mucho que te quiere. Yo sé por que te lo digo: sino después terminas soñando con loterías.
Y otro día, cuando ya es muy tarde, te encontrás solo en una plaza, ambicionando compañía mientras el sol se va andá a saber donde.
lunes, 18 de abril de 2016
El Mercado de Almas
Cuando entramos, además del calor que se diferenciaba de la noche cubierta, me golpeó la inmensidad del pequeño universo que desconocía y ahora tenía frente a mis ojos. Alguna vez fue un hogar fastuoso, en otra oportunidad una casa vieja; ahora era una pasarela interminable de personajes variopintos, de sombras de versiones de estudiantes, buscavidas, gerentes y banqueros.
Gastón me guía y la marea nos lleva a escenas repetidas en patios diferentes. La iluminación es tenue; mira desde arriba una araña de luces que nunca sintieron el beso eléctrico de un interruptor. Camino maravillado ante el festival de lujuria que me rodea: besos húmedos e infinitos entre dos almas que en 8 y 50 jamás se prestarían la hora.
Siento las zapatillas adherirse al suelo, pero no me detengo: me hipnotiza la imagen de una tortuga que carga un oso panda que se frota con un camaleón. Dos rubias a las que mi compañero define como sus tías intentan tras la barra seducir a un bartender rastafari que viste camisa y corbata. Quizá lo consigan: reina en el ambiente un sombrío optimismo sin lógicas ni compromisos.
Adentrada la noche un pelado al que bautizamos Dertycia se hace presente. Se pavonea que causa gracia y se nota que es habitué. Más tarde justificaría sus pasos bajo la premisa de “Es sábado, hay que hacer la de Nisman. Tiro en la nuca” (Sic).
Adopto un hueco al costado de una viga y dedico todos mis sentidos a la exploración. Se desata un circo de miradas y deseos, de provocación explicita, de sonrisas que van y vienen, de roces sin perspectivas de género.
En algún lugar del mundo, quizá en otro universo no tan lejano, algún enamorado se arrodilla con una promesa eterna, incoherente y ficticia. Acá, en el mundo irreal, el mercado de almas, Tinder analógico que me abraza y me asfixia, me aprisiona y me entretiene, la vida es otra cosa. Esto es un experimento, me digo, y me voy a un baño dos estrellas en el que todos te miran el pito. Ahí me encuentro con Dertycia tomando una cocaína que asegura, viene de Maldivas.
¿Cómo una distancia de diez metros puede ser tan extensa? En el trayecto dejo de escuchar las voces y me enfoco en la música: este lugar es uno de esos donde tocar la guitarra invisible no resulta un anticonceptivo. Todo aspecto, todo gesto, todo vínculo que no traiga aparejada una connotación sexual fallece en el anonimato. Gastón le pregunta a Dertycia, que reaparece y desaparece con esoterismo bailable, si está a gusto con el ambiente. Yo me hacia la paja con este tema y la revista 7 Días, nos contesta el pelado. Nos reímos y él parece no entender la gracia, pero tampoco le interesa.
Quiero contarle a alguien sobre lo que estoy viendo, pero al ver la hora, descubro que la señal de mi celular desaparece en una suerte de Triangulo de las Bermudas. Linda Hamilton, la de Terminator, se cruza ante nosotros. Son las seis de la mañana y todavía entran rulos, gorditos, sexagenarios y motoqueras. Con Gastón encaramos a la salida y otra vez el frío nos golpea la jeta. Miro hacia atrás con nostalgia masoquista y me doy cuenta que acabo de salir de la Ciudad Gótica de Joel Schumacher.
Cerca del auto, un taxista me recuerda que existe Uber, Mauricio, la droga Superman, el desamor y la miseria. Por un momento entiendo a Dertycia: el mundo ha vivido equivocado. El verdadero mercado de almas me esperaba hoy al volver a mis tareas.
miércoles, 13 de abril de 2016
Anoche me pegaron un tiro
Cuando era chico desarrollé sin proponérmelo un método casi infalible para evitarme problemas: me mordía la lengua. Cada vez que alguien me fastidiaba, en cada momento que sentía los nudillos endurecerse, aparecía la mordida, instinto de supervivencia que me anticipa el dolor que podía venir y me decía cálmate, nene, bajá a la realidad.
Pero anoche me pegaron un tiro.
Siempre fue motivo de burla de mis amigos y compañeros el hecho de verme mordiendo la lengua. Traté de acompañar esas risas. No me molestaba, la verdad. Internamente sabía que algo dentro mío me estaba cuidando, protegiéndome de un mundo exterior que todos los días buscaba provocarme. Y estaba agradecido de mi exótica vacuna para la cordura.
Hasta que anoche me pegaron un tiro.
En realidad no empezó anoche. Hace tres años, después de un debate ignoto en la facultad que me crispó los nervios, alguien tomó nota de mi lengua curtida por años de frustraciones. En ese instante lo que me devolvió la cordura no fue la mordida, sino la vergüenza. Me propuse dejar de hacerlo, cueste lo que cueste.
Pero a lo mejor si no lo hacía, anoche no me pegaban un tiro.
Desde ese día, estalla cada tanto en mí un escenario de violencia sin fines de lucro. Perdí el filtro que controlaba mis emociones, la barrera que separaba al hombre de los primates. Abierta la jaula, salí desnudo a un mundo al que le encanta ver, señalar y justificar la pornografía.
Capaz que estaba buscando que me peguen un tiro.
Cuando fui a la estación de servicio pasadas las tres de la mañana, sabía perfectamente que estaba jugando al límite del reglamento. El cajero tenía cara de dormido, el local únicamente iluminado por la luz de las heladeras y un televisor de tubo que pasaba una película que no estaba mirando nadie. Había olor a café, pero no había tazas en ninguna parte.
Saqué una Coca de la heladera y me acerqué al mostrador. No había dicho buenas noches ni me habían prestado demasiada atención. De repente los ojos del cajero se entrecerraron y las pupilas se le dilataron. No podía precisar de que manera, pero el olor a café se transformó en la fragancia del miedo. Sentí un golpe seco en la espalda. Una amenaza y una derrota. Que fácil que es la vida para algunos, pensé.
Dejé mi billetera en el mostrador, el celular y las llaves del auto. ‘Quedate quieto’, me dijo y al cajero le pidió la caja a cambio de mi vida. El laburo de un día contra la vida de un desconocido. En otro momento no hubiese dudado, pero dados los acontecimientos recientes en el mundo, me dejé convencer por la idea de que mi existencia pendía de un hilo. Fue como una sensual inyección de adrenalina.
El pobre pibe dejó toda la recaudación en el mostrador, arriba de mis cosas, y levantó las manos como si fuese una película. Ahí fue la primera vez que vi a mi captor, que dejó de apuntarme y se me adelantó para hacerse con el botín. Era bastante alto y tenía la cabeza tapada por la capucha. Ahí se me ocurrió una idea y obtuve la segunda certeza.
Me di cuenta de que esa noche me iban a pegar un tiro.
No me mordí la lengua. A lo mejor, mirando mi vida para atrás, pensando en las personas que amo, hubiese sido la opción más respetable. Pero eso puedo decirlo ahora, porque yo en ese momento no estaba pensando. En ese entonces lo único que pensaba es que adelante mío tenía al tipo que iba a terminar con mi vida, y quizá la del pobre cajero que hizo lo que podía para que eso no se concrete.
Le di una patada atrás de las rodillas. Fuerte, concreta, precisa. El asaltante cayó, hincado, lleno de ira y sorpresa. Pero la bestia que había dentro mío no le dio chance. Lo agarré de la capucha y le partí la cabeza contra el mostrador. Una, dos, tres, cinco, diez veces. La última fue por placer: ya no se movía.
Agarré mis cosas entre la recaudación y un mostrador cinematográfico pintado con sangre. El cajero no hablaba, ni se atrevía a mirarme: fijó la vista en la película en el televisor de tubo. Yo esquivé el bulto que ahora ensuciaba el piso y manso, me fui tranquilo.
Horas después, también anoche, me pegaron un tiro.
sábado, 2 de abril de 2016
La Chilena
Para comprender este texto, bien vale una apreciación
previa: algunas acciones puntuales se encuentran un par de escalones por encima
de la justa valoración positiva. ¿Es realmente buen tipo aquel que, con tiempo
a favor, alcanza hasta la casa a un compañero bajo la lluvia? ¿Es solidario aquel
millonario que, por incomodidad, todos los días le suelta veinticinco centavos
al nene que pide en el semáforo? ¿Se es buena pareja únicamente por no dejarse
abrazar por la infidelidad?
El circuito del fútbol, ese micro-universo al que muchos
consideran botón de muestra de lo que pasa por fuera de la línea, no está ajeno
a estas sobrevaloraciones. Existe todavía una jugada que despierta admiración,
que enmudece escenarios, que está condenada desde su correcta ejecución a
integrar los compilados líricos semanales: estamos hablando de la famosa
chilena.
En uno de los libros de fútbol más brillantes que se hayan
escrito, Fútbol a Sol y Sombra (1995), el uruguayo Eduardo Galeano cuenta que
la “chilena” o “chalaca” debe su nombre al futbolista español nacionalizado
trasandino Ramón Unzaga, que en enero de 1914, harto de que a su equipo del
puerto de Talcahuano le conviertan goles, ensayó la pirueta para desactivar el
peligro, asombrando a todos los presentes.
Claro que Unzaga no supo, en ese entonces, que la maniobra que
él utilizó para evitar un tanto se convertiría tiempo después en la forma más hermosa
de ejecutarlos.
Tan valorados son los goles de chilena en el mundo, que
muchos futbolistas pueden inmortalizarse en la memoria con definiciones de este
tipo, aunque antes y después sus carreras se columpien por la cornisa. Como la
grulla en las películas de Karate Kid, este tiro invertido es el farol, el
sueño final del jugador que ansía convertir en un partido trascendental, la acción
cinematográfica que pondría de pie a un jurado hollywoodense. Sin ir más lejos,
Lionel Andrés Messi, el mejor jugador del mundo en la actualidad y uno de los
mejores de todos los tiempos, hizo hasta este momento más de 500 goles de todos
los colores y formas. Con la particularidad de que, al menos hasta dentro de un
puñado de horas, ninguno de ellos fue de chilena.
Confieso que la jugada es una de mis debilidades, al punto
que creo recordar cada vez que me tocó convertir de esa manera. No voy a
aburrirlos con los detalles, pero los tengo, están ahí, para acompañarme, para
aliviarme, para subirme la autoestima, para hacerme creer que pude ser mejor de
lo que finalmente fui.
Por eso ayer por la noche, cuando logré frenar un rechazo
con el taco y la pelota se congeló en el aire y yo no dudé en intentar la
pirueta, mi cabeza viajó en muchísimas direcciones. Como un video en streaming
cuya conexión se ralentiza, el tiempo pareció detenerse mientras el esférico
flotaba, más de ochenta kilos se ponían en el aire y mi pierna, con un
movimiento violento pero elegante, se encaminaba a pegarle de lleno a un balón
al que uno profesa amar y golpear lo que dure un encuentro.
En ese instante mágico, me dejé empapar por la convicción de
que iba a meter un golazo. Y pensé en mi papá, que estaba ahí conmigo, a
escasos centímetros de mi posición, orgulloso de lo bien que jugaba su hijo, de
que el gordito primogénito todavía mantenga destellos de la calidad que exhibía
cuando todavía era delgado.
También pensé en mi hermano, otro de los protagonistas del
partido, seguramente maravillado por lo que estaba viendo, admirándome secretamente,
deseando algún día poder continuar mis pasos, lamentando no haber heredado
tamaña osadía, la virtud técnica.
Me acordé de mi mamá, que hacía 15 años no me veía jugar y
siempre estuvo convencida que yo era muy malo jugando a la pelota. Si me vieras
ahora, viejita, le contarías a todas tus amigas, me digo, porque voy a meter
otra vez un golazo que Messi no metió jamás.
Pensé en la chica que me gusta, en esa necesidad patológica que
tenemos los tipos de que las mujeres se sientan seducidas por nuestras
habilidades jugando a la pelota, deseo adolescente que nunca termina de
experimentarse. Creo que miré por encima del hombro, incluso, soñando que una
cadena eterna de casualidades tristes la traslade inmediatamente a ese rincón
del mundo donde podíamos recuperarnos por causas poco coherentes.
Imaginé a mi abuelo allá en el cielo, tomando vino y mirando
el partido con otros ángeles, exagerando mis virtudes, mintiendo que mi gesto
técnico era un rasgo suyo cuando la posta es que el viejito, me contó él mismo,
no era muy bueno que digamos.
Por eso también creo en la teoría del micro-universo del
fútbol. No en eso de que uno es lo que hace adentro de la cancha, pero sí creo
que adentro de la cancha se reflejan muchas acciones que se nos proyectan en la
vida diaria. Por eso no me sorprendió darme cuenta, de repente, que mi cuerpo
estaba cayendo un segundo antes que la pelota y entendí, con tristeza, que el
golpe no iba a ser efectivo jamás, y que nadie iba a ver un golazo, ni mi papá
estaría orgulloso, ni mi hermano me admiraría; mi mamá seguiría pensando que yo
era horrible, la chica que me gusta no volvería a mis brazos, mi abuelo en el
cielo seguiría escuchando la radio como si nada.
Llegué a pegarle a la pelota, pero se fue lejos del arco,
más allá del deseo. Caí mal, con todo el peso y la ilusión, y ahora arrastro un
fuerte dolor que me acompaña, que corto con Anaflex. Estuve paralizado un rato,
cuestionándome que podría haber hecho para que la resolución fuera diferente,
doblado por el golpe, pero al final seguí jugando. Tocando cortito, sin tanto
firulete, pero presente. Ya no había, está claro, pirueta salvadora.
A lo mejor el próximo partido me salga y nos encontremos en
otra vida.
domingo, 27 de marzo de 2016
Sueño
John Katzebanch.
La primera vez que me pasó fue la madrugada de año nuevo. Me acuerdo por lo inusual de la situación; yo no soy de acordarme de lo que sueño, a menos que me genere angustia. Esa vez me pasó.
Generalmente solía contar detalles como esos, sobre todo porque me permitían despegarme, desecharlos, tomar distancia entre alucinación y realidad. Sin embargo, no lo hice. No sé por qué. Supongo que me habrá parecido tan ridículo como íntimo y por eso lo mantuve en reserva hasta hoy, momento en el que intentaré dar el salto definitivo hacía alguno de los dos mundos.
En mi sueño yo abría los ojos en un inmenso blanco, que se volvía nitído hasta revelar formas, paredes, siluetas. La sabana blanca que me cubría. El radiador antiguo empotrado en la pared. El suero. La mesa de luz con caramelos, cigarros, celulares y llaveros. No las reconozco. Diviso a una enfermera, a otra; escucho a mi papá y mi hermano discutir fuera de la habitación sobre algún partido, haciendo fuerza sin éxito por hablar en voz baja. Mamá está a mi izquierda, mirando por una ventana interna que da a una suerte de patio, remanso de motores de aires acondicionados.
Me analizo. Siento responder cada parte de mi cuerpo, pero no tengo fuerza para incorporarme. Reviso en mi memoria que me llevó a tan patético escenario. Un accidente terrible, escucho por ahí. Se salvó de milagro, contaban mientras dormía. Siento la molestia del suero en mi brazo y me pregunto cuantas veces habré despertado.
Quiero hablar, hacer preguntas. Reconozco que quiero saber de alguien. Intuyo que está por ahí, o quiero intuir. Mi voz sale como un hilo, nadie me escucha.
Hago fuerza, lucho contra mis debilidades. Descubro estoy atado. Grito un nombre, o eso creo. Nadie se da vuelta. Lloro, al menos en mi cerebro. Giro la cabeza y la veo: a mi derecha hay una silla vacía, un asiento en el que esperaba encontrar a alguien que se ve, nunca apareció.
Esa noche, la primera vez que soñé con eso, encontré redención y cariño al despertarme. Disipé el miedo como quien ahuyenta una mosca en un almuerzo feliz. Lo olvidé con el tiempo, pero volví a soñarlo en febrero. A principios de marzo. Desde hace dos semanas, lo sueño todas las noches, al menos todas las que puedo dormir.
Anoche, mientras miraba la silla vacía hasta despertarme (o quedarme dormido), me pregunté si a lo mejor el sueño es este texto que estoy escribiendo y esa cama, la realidad.
Todavía no tuve respuesta.
lunes, 14 de marzo de 2016
Navidad
Los que hemos tenido la infinita suerte de tener una familia trabajadora de clase media, podemos presumir humildemente de repasar hacia atrás muchas navidades felices. No lo digo solo por los regalos, aunque está claro que cuando uno es niño tiende a no valorar la reunión parental de citas como estas. Ya de grande, claro, uno toma real dimensión de estas festividades y, por supuesto, tiende a aborrecerlas.
No obstante de eso, llevo varios días repitiendo en mi interior una versión de mi mismo de la noche del 25 de diciembre de 1999. Como tantas otras cosas que me acuerdo patente, puedo trasladarme a ese momento casi sin entrecerrar los ojos.
La tengo presente porque esa vez le pude poner palabras a algo que había sentido (nunca tan fuerte) y no sabía cómo llamar: se llamaba ansiedad y nació desde que abrí un regalo que dentro tenía un videojuego que yo creía que era de playstation. La consola no apareció después en ningún otro paquete por lo que asumí que me la iba a encontrar en casa.
Esa fue la primera vez que me quise ir volando de lo de mi abuela. Pero todavía no era tiempo.
Lamenté como nunca haber roto todos mis relojes, porque pregunté la hora en unas dos mil veintidós ocasiones. Tan resignado estaba, tan desesperado, tan angustiante era mi situación, que opté por quedarme adentro, en la cocina, tratando de forzar al tic tac de pared para que se apure con las vueltas. No funcionó. Como tantas otras veces en mi vida, tuve que aprender que esperar no solo era la mejor opción, sino la única.
Finalmente no había una play en casa, pero sí una computadora. La consola recién me la compré con mis ahorros diez años después. Sigo sin usar relojes. El nene de ocho años que fui reapareció por estos días, mirando a cada rato el celular que llevo en el bolsillo, precavido de que se quede sin bateria, chequeando que funcionen las notificaciones. Nunca se fija la hora, pero todavía sueña. Los pibes son así. La navidad ya terminó.
Pero él todavía cree en los Reyes.
viernes, 11 de marzo de 2016
Vivir
“Cuando soplan vientos
de cambio, unos buscan refugios y se ponen a salvo y otros construyen molinos y
se hacen ricos”.
Claus Möller
Antes de comenzar debo confesar algo: no soy la brillante
persona que creían y en términos universitarios, lo mío es bastante mediocre.
Con este año que corre van a cumplirse cuatro desde que integro el Taller de
Comprensión y Producción de Textos de la Facultad de Periodismo. He tenido más alumnos que los que recuerdo y
varios de ellos han superado al, por decirlo de algún modo, maestro: muchos ya
tienen encuadrado, en alguna pared de su casa, un flamante título que reza que
han conseguido lo que probablemente (por falta de ganas, reconozco) nunca
conseguiré.
Aun así, en esa mitad de camino, en esa mediocridad si se
quiere, hay alguna que otra cosa que me ha quedado clara. Entre ellas aprendí
que para escribir, de esta forma arcaica aunque sea, se necesitan, además del instrumento (en este caso, una computadora) apenas tres
cosas. La primera es evidente: ser alfabeto. La segunda, más razonable todavía:
tener manos. La tercera, todavía más elemental: estar vivo.
Más allá de cientas de ediciones y reediciones póstumas que
aparecen después de que la mano alzada del autor yace tiesa en algún ataúd, lo
concreto es que todavía no hemos tenido el placer de leer ningún texto, ni
siquiera un tweet de 140 caracteres, de un fallecido. Ergo, si usted está
leyendo esto, es porque yo antes lo escribí, lo que implica que todavía mi
cerebro recuerda el sentido de las palabras y como hilvanarlas (modestamente),
mis manos permanecen en su sitio y, asma mediante, estoy respirando.
ENTONCES
¿Por qué la gente piensa que uno no está viviendo? ¿Quién
les hizo creer que esto por lo que estoy pasando no es parte de la vida, también? ¿De quién era la vida que estuve viviendo todo este tiempo?
Llevo 25 años despertándome después de cerrar los ojos.
Algunas veces tardo más, otras menos; en ocasiones de mejor manera, en otras
quizá lo más sensato sería permanecer acostado. Pero estoy. Vivo, respiro. Me
levanto, más tarde que temprano y encaro al mundo.
Algunos días le susurro al oído: “hoy te como crudo, bombón” y en otras le pido mil disculpas por mi
pobre existencia, mi vana torpeza, mi infinita bestialidad. Como todos, creo.
No conozco a nadie que haya subido a un subibaja y haya conseguido equilibrarse
en la mitad.
Hoy toca apoyar los pies en la tierra y ver como el mundo te
mira desde arriba, del otro lado y se agarra desafiante. Qué me importa. Ya voy
a volver. No se apuren. No me apuren. Déjenme tirado en el suelo. Yo me
levanto. Capaz que les tire los brazos en algún momento, a lo mejor me tiemblan
las muñecas, pero me voy a volver a parar. No pretendan que en una semana vivir signifique para mí lo que no
significó en el último lustro. No puedo volver a ser lo que ya ni me acuerdo
que fui, ni quiero ser. Todo es un proceso.
Ya nos vamos a volver a reír. Ahora estoy como corresponde
estar. Tomando impulso. Me comí un
pedazo del sol alguna vez y lo tuve entre las manos. Me gustó mucho y quiero la
otra parte. Creo que todavía me queda una carta. Lo que árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado, dice
mi frase favorita. No pasó nada, que no decaiga: solo estoy fortaleciendo la raíz.
miércoles, 9 de marzo de 2016
Ilusiones de papel
¿Querés que nos vayamos
de acá? me dijo, y la verdad es que no, no hacía falta. Porque mientras estábamos
ahí la gente que pasaba caminando por adelante nuestro en realidad no estaba
caminando, y los animales del zoológico no se estaban moviendo, y las agujas de
los relojes estaban congeladas desde hacía un rato. El resto del mundo, que
ahora no existía, ya no me importaba nada.
Ver la última conexión…
Quince minutos. Ese es el tiempo que tardo ahora en elegir una tema
para arrancar. Ahora sobran. No sé por qué Cerati tenía razón, no sé por qué
uno se auto boicotea, pero en un mundo sin horarios, no se puede comenzar un día
sin el soundtrack que lo represente. La vida es una canción eterna que cada
tanto te mete un estribillo.
Ver la última conexión…
Quería bajar las ventanillas, pero los gritos mudos podrían haber
despertado al resto. Primero fue un temblor en la voz, después los puños
apretados peleando contra lo inevitable. Me fragmenté en mil pedazos, cada vez
más chiquitos y me abracé al recuerdo de un amor extinto; exageré sentimientos
ajenos hasta convertirlos en ilusiones y me abrigué de ellas, me hice una
campera de esperanzas infundadas y con eso recuperé el calor, la sonrisa, las
ganas, la falsa seguridad de que no había desperdiciado mi vida y de que en
futuro, quizá, los sueños vuelvan a mezclarse entre dos cabezan que duermen
pegadas.
Y en la noche, oscura, nublada y profunda, volví a ser presa de mis
miedos, recaí en mis adicciones, en mi deporte motor. A la hora en la que antes
se cocinaban los mejores besos, yo tenía que ver, quizá para siempre, la última
conexión.
lunes, 7 de marzo de 2016
Gritar
Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
John Katzenbach.
Cada tanto nos pasa que la vida nos pone enfrente de una
situación de mierda a la cual no le encontramos explicación o peor, la tenemos,
pero nos pone un poco deprimentes. Siempre me gustó la metáfora que usa Facundo
para cualquier momento semejante: Hay que
subirse al caballo y pelear contra los molinos con la espada de madera, amigo,
dice siempre. Me encanta. Por eso cada vez que nos toca perder a un ser
querido, ver que nuestro equipo es incapaz de hacerle partido a un combinado de
sacerdotes ateos o nos forzamos a entender que la persona que amamos ya no nos va a extrañar
nunca más, se vuelve urgente encontrar nuestra montura y empuñar el filo
invisible.
Cada cual tiene sus métodos, y las tácticas van variando en
la medida de que surten o pierden efecto. En mi caso, por ejemplo, hasta no
hace mucho tiempo, optaba por ponerme muy, muy en pedo. Si tenía paciencia y
tiempo, la fórmula era fernet, cerveza y una medida de vodka. Claro: ni la
paciencia ni el tiempo son bienes con los que contamos los que tenemos dos
trabajos o más, así que generalmente aceleraba el proceso con whisky. Así me
dormía. Los que no nos drogamos tenemos métodos más rebuscados, que se le va a
hacer.
Llegado un momento, el sistema falló y dejó de ser efectivo.
La garganta se transformó en una cinta testigo de la nostalgia que me empujaba
a cerrar los ojos a cualquier precio. La tristeza es un tatuaje que a veces uno
no sabe que lleva, pero que todo el mundo nota y te pregunta que significa. El
alcohol siempre vuelve esa escena todavía más patética, así que un día, me
decidí a desarrollar nuevos esquemas.
No fue algo buscado, más bien se trató de algo natural: una
persona que nunca pregunta finalmente lo hace en el momento inadecuado y de
repente ahí estaba yo, saltando en una maratón vallas que no había visto venir.
Así encontré el primero de mis nuevos métodos: me subí al auto y empecé a
cantar a los gritos. Era tan patético como emborracharse, pero al menos nadie
se daba cuenta. Además, secretamente despuntaba uno de mis más viejos y
prohibidos vicios: ser un enajenado.
A ver, no estamos hablando de ningún secreto: sobran
terapeutas que lo recomiendan y películas en las que el protagonista llega a lo
más alto de una montaña y grita hasta que se cae de rodillas. Siempre me
pareció una resolución de lo más forzada y tuve claro que ningún grito te
devuelve nada, pero cuando me bajaba del auto, me daba cuenta que muchas de mis
peores cosas se quedaban ahí, incluidos los tatuajes que no quería que nadie
viera.
Me bajé flotando durante bastante tiempo, hasta que un día me
quedé sin voz antes de poder soltar toda la mierda. Ahí fue cuando me miré los
brazos y me di cuenta que los tatuajes son para siempre. Entonces desarrollé un
nuevo método, el último hasta ahora. Me subí a otro caballo, y empuñé una
espada más moderna, pero también de madera: escribí una serie de confesiones y
elegí publicarlas en una red social.
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