viernes, 29 de abril de 2011

Mueca

Dedicado a mi amigo Carlitos Romero.


No me cabe duda que merecí a mis enemigos, pero no creo haber merecido a mis amigos.

Walt Whitman

Siempre fui un tipo nocturno. Tal vez tenga cierta importancia el hecho de haber nacido en medianoche, aunque es poco probable. Quizá ese dato no tenga tanta relevancia como decir que crecí durmiendo de día. Creo, finalmente, que ambos detalles son de poca utilidad con el creciente de la historia. Sin embargo, pasar las madrugadas en vela han dado frutos a este y otros tantos textos.

                En las largas noches que he pasado buscando la forma de soñar sin sentir dolor he ido dilapidando días sobre mi cuerpo cansado. La búsqueda se volvía inútil y mi existencia misma, a quien la gravedad afectaba más que a cualquier persona, se veía tentada por el piso cada vez que asomaba un balcón o cualquier superficie que burle los estándares humanos. En esas mañanas tan frías aun en verano, descubrí que el horario me ponía de un buen humor macabro, forzado por alguien que no era yo. Y me vi en el espejo haciendo muecas incontrolables. Contorsionaba el rostro en forma paulatina y diabólica, como poseído por un payaso que nunca hizo reír a nadie. La situación me horrorizaba profundamente. Por eso mi cara se reía, explotaba mi sonrisa hasta hacer un gesto de felicidad tan irreal como perverso e inhumano.

                En esos momentos de reflexión, estando sumido a los rigores de que alguien mueva los brazos por mí, analicé si muchos de los besos que había dado a estas horas fueron obra de otra persona. En la memoria descubrí que eran varias mujeres, muchas de ellas inmediatas y una estupidez innata se rió vanamente. Qué lejos estaban, y que entrañables los momentos que las sonrisas no eran más que el producto de las profundas charlas con Carlitos, el más demostrativo de mis amigos. Durante mucho tiempo, quizá sin saberlo, caminar con él por el patio era como que en cualquier cárcel se otorgaran diez minutos de libertad.

                Pero ahí estaba yo, sumido en mis mujeres y los besos que dejé alguna vez. ¿Qué tanto de mi era yo mismo? ¿Realmente había amado o todo era parte de un cruel engaño producido por el sopor? Perdido en mi interior, me sentía tranquilo, como si nunca me hubiesen lastimado. Recordé ese último beso apasionado, donde sentí que dejaba el alma y me alejaba del suelo aferrándome a su cuerpo con lujuriosa obsesión. Y temí que el momento en que aquellos labios se encontraron no hubiese sido más que otra mueca inevitable. Otro producto inagotable del semillero  de mi cansancio, que en estos momentos, duda acerca de si es él quien escribe o si realmente soy yo.

sábado, 2 de abril de 2011

De Pie, Los Caidos.

Los soldados de la patria no conocen el lujo, sino la gloria.
José De San Martín


Siempre me cuentan que mi papá era un tipo divertido. Mamá siempre que me dice eso sonríe como viendo pasar delante suyo los recuerdos.“Siempre, no importaba el momento, salía con algo que te hacia reír” me detallaba en nuestras largas y profundas charlas que siempre terminaban en llanto. Nunca pude llorarlo, porque no lo había conocido. Mi viejo tenía mi edad ahora cuando una mañana fría se levantó temprano a comprar facturas, lo agarraron entre dos, lo subieron a un camión y después lo mandaron a Malvinas. Siempre va a quedar en mi la eterna duda de si mi papá se resistió o simplemente aceptó con valentía, o si había llegado o no a comprar el diario y las facturas.  Me contaron, simplemente, que apenas pudo llamar por teléfono a mi abuela para explicarle porque no iban a volver a verlo nunca más. Moriré yo también entonces con la incertidumbre de saber si mi papá era un tipo valiente, si tenía miedo, si pensaba que íbamos a ganar o a perder, si era consciente de que iba a morir en la guerra dejando una novia embarazada, un hijo por conocer.

Pasaron 20 años y estoy orgulloso de mi papá. Por lo que sé, por lo que hizo, por lo que puedo imaginarme. Porqué jamás sabré si el tipo en la guerra fue un valiente que mató a tres ingleses con una ametralladora, o fue esos típicos héroes de película que se cargo un amigo herido al hombro y corrió por la colina atestada de cuerpos y balas. Pero sé que mi viejo a los 20 años embarazó a una mina y se hizo cargo, que laburaba de sol a sol para que mi vieja y yo podamos tener todo. Un tipo al que sus amigos fueron mis tíos, porque para ellos él fue un hermano. Un deportista todo terreno, que según mi abuela, que Dios la tenga en la gloria, nunca se la creyó. Y a veces, cuando le escribo sensibles cartas que jamás podrán ser respondidas, le pregunto qué piensa de lo que ahora soy yo. Si  habrá estado ahí en cada uno de mis actos de la escuela, en cada recital con los chicos de la banda. Si se habrá decepcionado más porque no me gusta el fútbol o porque le “tocó un hijo puto que estudia diseño”, porque me gusta más lo suave y no tanto el rock and roll.  Aún así, nos encontramos en una oportunidad. Uno de mis compañeritos de jardín tenía bajo el pintor una remera albiceleste. Ese día, me explicaron, jugaba la selección. Si tener noción de las cosas, simplemente vi todo el partido y lloré desencajado en los brazos de mi madre cuando Maradona metió el segundo gol. Pasaron los años y jamás entendí esa escena, como jamás logre entender mucho la estética del gol. Para mí Era un tipo que corría y esquivaba muñequitos.

Pero fue una tarde de 2 de abril, un sábado, cuando en un zapping interminable de las dos de la mañana, en un deportivo me encontré con ese gol. Ahí la tiene Maradona lo marcan dos. Pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial. Me enderece en mi silla hipnotizado por cuestiones misteriosas mientras dejaba a mi corazón volar con el relato. Siempre Maradona, genio GENIO TÁ TÁ TÁ. Gol. Explote en mi silla, como seguro explotó mi viejo en el cielo cuando grito ese gol. Y ahí entendí mi llanto de hace años, entendí que mi viejo vive en mi y lo sentí tan cerca que podría decir que me abrazó. Y entendí porque la gente le dice Dios a Maradona, si hasta provocó que dentro mío resucitará mi viejo, una inexplicable unión entre el paraíso y este infierno. Es para llorar, perdónenme, dijo Víctor Hugo. Pero él se equivocó. Porque el gol no lo metió Diego, el ídolo de los chicos. Para mí lo metió mi viejo, allá en Malvinas. El único héroe que tengo yo.

En Homenaje a todos los caidos y a los que volvieron. A las familias que fueron destruidas. A un país que todavía no sanó.