miércoles, 13 de abril de 2016

Anoche me pegaron un tiro


Cuando era chico desarrollé sin proponérmelo un método casi infalible para evitarme problemas: me mordía la lengua. Cada vez que alguien me fastidiaba, en cada momento que sentía los nudillos endurecerse, aparecía la mordida, instinto de supervivencia que me anticipa el dolor que podía venir y me decía cálmate, nene, bajá a la realidad.

Pero anoche me pegaron un tiro.

Siempre fue motivo de burla de mis amigos y compañeros el hecho de verme mordiendo la lengua. Traté de acompañar esas risas. No me molestaba, la verdad. Internamente sabía que algo dentro mío me estaba cuidando, protegiéndome de un mundo exterior que todos los días buscaba provocarme. Y estaba agradecido de mi exótica vacuna para la cordura.

Hasta que anoche me pegaron un tiro.

En realidad no empezó anoche. Hace tres años, después de un debate ignoto en la facultad que me crispó los nervios, alguien tomó nota de mi lengua curtida por años de frustraciones. En ese instante lo que me devolvió la cordura no fue la mordida, sino la vergüenza. Me propuse dejar de hacerlo, cueste lo que cueste.

Pero a lo mejor si no lo hacía, anoche no me pegaban un tiro.

Desde ese día, estalla cada tanto en mí un escenario de violencia sin fines de lucro. Perdí el filtro que controlaba mis emociones, la barrera que separaba al hombre de los primates. Abierta la jaula, salí desnudo a un mundo al que le encanta ver, señalar y justificar la pornografía.

Capaz que estaba buscando que me peguen un tiro.

Cuando fui a la estación de servicio pasadas las tres de la mañana, sabía perfectamente que estaba jugando al límite del reglamento. El cajero tenía cara de dormido, el local únicamente iluminado por la luz de las heladeras y un televisor de tubo que pasaba una película que no estaba mirando nadie. Había olor a café, pero no había tazas en ninguna parte.

Saqué una Coca de la heladera y me acerqué al mostrador. No había dicho buenas noches ni me habían prestado demasiada atención. De repente los ojos del cajero se entrecerraron y las pupilas se le dilataron. No podía precisar de que manera, pero el olor a café se transformó en la fragancia del miedo. Sentí un golpe seco en la espalda. Una amenaza y una derrota. Que fácil que es la vida para algunos, pensé.

Dejé mi billetera en el mostrador, el celular y las llaves del auto. ‘Quedate quieto’, me dijo y al cajero le pidió la caja a cambio de mi vida. El laburo de un día contra la vida de un desconocido. En otro momento no hubiese dudado, pero dados los acontecimientos recientes en el mundo, me dejé convencer por la idea de que mi existencia pendía de un hilo. Fue como una sensual inyección de adrenalina.

El pobre pibe dejó toda la recaudación en el mostrador, arriba de mis cosas, y levantó las manos como si fuese una película. Ahí fue la primera vez que vi a mi captor, que dejó de apuntarme y se me adelantó para hacerse con el botín. Era bastante alto y tenía la cabeza tapada por la capucha. Ahí se me ocurrió una idea y obtuve la segunda certeza.

Me di cuenta de que esa noche me iban a pegar un tiro.

No me mordí la lengua. A lo mejor, mirando mi vida para atrás, pensando en las personas que amo, hubiese sido la opción más respetable. Pero eso puedo decirlo ahora, porque yo en ese momento no estaba pensando. En ese entonces lo único que pensaba es que adelante mío tenía al tipo que iba a terminar con mi vida, y quizá la del pobre cajero que hizo lo que podía para que eso no se concrete.

Le di una patada atrás de las rodillas. Fuerte, concreta, precisa. El asaltante cayó, hincado, lleno de ira y sorpresa. Pero la bestia que había dentro mío no le dio chance. Lo agarré de la capucha y le partí la cabeza contra el mostrador. Una, dos, tres, cinco, diez veces. La última fue por placer: ya no se movía.

Agarré mis cosas entre la recaudación y un mostrador cinematográfico pintado con sangre. El cajero no hablaba, ni se atrevía a mirarme: fijó la vista en la película en el televisor de tubo. Yo esquivé el bulto que ahora ensuciaba el piso y manso, me fui tranquilo.

Horas después, también anoche, me pegaron un tiro.

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