lunes, 27 de junio de 2011

De ambiciosos vacios

Es curioso que la vida cuanto más vacía, más pesa.
Leon Didi

Hoy me dieron ganas de escribir algo emocionante. Alguna transcripción lacrimógena que haga de mi imagen algo respetado. Algo ambiciosa mi empresa, lo sé.

Ambiciosa porque estoy  vacio. Nada. Levanto el brazo, inerte bolsa de carne y lo dejo caer, pesadamente. Nada. Un ruido seco y después silencio. No hay dolor, ni queja. No hay nada.  Cuando me desperté, me amigué con la derrota, como todos los días. Me había acostado con la impotencia, más veces de lo que me gustaba. Me perseguían los éxitos personales y los fracasos de mi personalidad. La vuelta a casa fue fría, temprana. Auguraba una tarde dura y no se equivocaba. De fondo River descendió. Ahí vamos de nuevo, un Leo abierto a sensibilidades.

Quisiera haber podido salir a correr, alejarme mucho más de mi mismo y este ambiente, pero no puedo. Algo dentro mío sigue mucho más frio que el viento que golpea mi ventana. La sangre me llora por la cara, pero lo ignoro. De repente un fantasma de un tipo feliz pasa corriendo por al lado mío y me pone los pelos de punta, pero es como una reacción  alérgica. Mis vellos se erizan, pero yo no me asusto.  No hay miedo, ni queja. No hay nada.

Quiero poder mirar el sol sin que se me entrecierren los ojos, ni que se me torne negra la mirada. Me encantaría poder pronunciar algún día la palabra feliz, sin bañarme ni en temor ni en recelos. Sentirme otra vez de veinte años,  enamorarme de la vida y de los abrazos. Esforzarme por dar, ayudar, seducir, sorprender. Pero eso es ambicioso. Porque hoy estoy vacio. No hay dolor, ni miedo. No hay amor. No hay nada.

lunes, 6 de junio de 2011

Black Shoes

Bajó los últimos escalones de la entrada del Ministerio de Desarrollo casi preso de la angustia. Se cerró con fuerza el nudo de la bufanda y enfiló hacia el centro, con destino final incierto pero con la seguridad de que buscaba un lugar para almorzar.

Como si el destino y el horizonte se fuesen generando a medida de sus pies, se encontró con un drugstore apenas quebró la esquina. Esto le recordó mucho a la película El Origen y sonrió divertido ante las infinitas diferencias que existían en sí mismo con Leonardo Di Caprio.

El lugar, aunque nada ajeno a las luces y los grandes carteles, asomaba lúgubre. Unas pocas mesas, ni cerca de estar alineadas, se repartían entre heladeras semivacías. Las paredes cargaban un tinte de humedad de varias generaciones de distintos comercios que debían haber pasado por aquel local.

Se trataba de un lugar poco saludable, de condiciones higiénicas más que cuestionables. Naturalmente, él se sentía muy cómodo. Había algo, no obstante, que le provocaba cierta inquietud. Sorprendido de no haberlo notado antes, apoyó la mochila en la silla,  de espalda al grupo de cumbieros que lo habían notado, con miradas burlonas desde que cruzó la entrada.

Se acercó al mostrador y después de agradecer el vuelto, recibió el primer ataque. Mirá, el chetito puto dice gracias. El empleado lo miró con una mezcla de vergüenza y pedidos infinitos de disculpas. Atendía el lugar el local junto a su hermano, repartiéndose ellos dos solos las funciones de cocinar, servir, atender y limpiar. Humildes, y muy dignos. Él sonrió, de nuevo, y le dijo que no había problema.

                Se sentó entonces, a esperar su pedido, de frente al televisor. En la mesa más cercana, un hombre que había tomado ya dos botellas de cerveza mantenía un duro debate, a veces a los gritos, con una pared. Una familia de inmigrantes llenos de bolsos y bebés en brazos, deglutían con rostros llenos de desilusión. Y en el fondo estaban los turros. Ignoró con gesto despreocupado los insultos que le propinaban. Hasta escuchó (y no pudo evitar reír con gracia) lo careta de su forma de vestir, como si la visera y la ropa deportiva fuesen su única opción, no su elección. Su única posibilidad.

Una vez concluyó su almuerzo, se levantó elegantemente y se dirigió hasta el tacho de basura, para tirar los restos de su comida. Ya cerca de aquella mesa cumblera, ignorando los improperios una vez más. Hasta que, simplemente, una bola de papel le dio de lleno en la cara. Irradiado por las risas y el shock inmediato del cajero, decidió que era momento de actuar. El chetito flotó veloz hasta la heladera. El suceso de imágenes resulto algo confuso. Pero instantes después, destapó una botella de vidrio con las muelas, le escupió la tapa en la cara del primer turro que pudo cruzar. ¿Ves? Si tuviesen dientes, ustedes podrían hacer esto, les dijo desencajado, furioso, divertido. El chetito dio media vuelta y se retiró indignado, haciendo caso omiso de los aplausos que le dedicaba el resto de la gente que estaba en aquel lugar.