Para comprender este texto, bien vale una apreciación
previa: algunas acciones puntuales se encuentran un par de escalones por encima
de la justa valoración positiva. ¿Es realmente buen tipo aquel que, con tiempo
a favor, alcanza hasta la casa a un compañero bajo la lluvia? ¿Es solidario aquel
millonario que, por incomodidad, todos los días le suelta veinticinco centavos
al nene que pide en el semáforo? ¿Se es buena pareja únicamente por no dejarse
abrazar por la infidelidad?
El circuito del fútbol, ese micro-universo al que muchos
consideran botón de muestra de lo que pasa por fuera de la línea, no está ajeno
a estas sobrevaloraciones. Existe todavía una jugada que despierta admiración,
que enmudece escenarios, que está condenada desde su correcta ejecución a
integrar los compilados líricos semanales: estamos hablando de la famosa
chilena.
En uno de los libros de fútbol más brillantes que se hayan
escrito, Fútbol a Sol y Sombra (1995), el uruguayo Eduardo Galeano cuenta que
la “chilena” o “chalaca” debe su nombre al futbolista español nacionalizado
trasandino Ramón Unzaga, que en enero de 1914, harto de que a su equipo del
puerto de Talcahuano le conviertan goles, ensayó la pirueta para desactivar el
peligro, asombrando a todos los presentes.
Claro que Unzaga no supo, en ese entonces, que la maniobra que
él utilizó para evitar un tanto se convertiría tiempo después en la forma más hermosa
de ejecutarlos.
Tan valorados son los goles de chilena en el mundo, que
muchos futbolistas pueden inmortalizarse en la memoria con definiciones de este
tipo, aunque antes y después sus carreras se columpien por la cornisa. Como la
grulla en las películas de Karate Kid, este tiro invertido es el farol, el
sueño final del jugador que ansía convertir en un partido trascendental, la acción
cinematográfica que pondría de pie a un jurado hollywoodense. Sin ir más lejos,
Lionel Andrés Messi, el mejor jugador del mundo en la actualidad y uno de los
mejores de todos los tiempos, hizo hasta este momento más de 500 goles de todos
los colores y formas. Con la particularidad de que, al menos hasta dentro de un
puñado de horas, ninguno de ellos fue de chilena.
Confieso que la jugada es una de mis debilidades, al punto
que creo recordar cada vez que me tocó convertir de esa manera. No voy a
aburrirlos con los detalles, pero los tengo, están ahí, para acompañarme, para
aliviarme, para subirme la autoestima, para hacerme creer que pude ser mejor de
lo que finalmente fui.
Por eso ayer por la noche, cuando logré frenar un rechazo
con el taco y la pelota se congeló en el aire y yo no dudé en intentar la
pirueta, mi cabeza viajó en muchísimas direcciones. Como un video en streaming
cuya conexión se ralentiza, el tiempo pareció detenerse mientras el esférico
flotaba, más de ochenta kilos se ponían en el aire y mi pierna, con un
movimiento violento pero elegante, se encaminaba a pegarle de lleno a un balón
al que uno profesa amar y golpear lo que dure un encuentro.
En ese instante mágico, me dejé empapar por la convicción de
que iba a meter un golazo. Y pensé en mi papá, que estaba ahí conmigo, a
escasos centímetros de mi posición, orgulloso de lo bien que jugaba su hijo, de
que el gordito primogénito todavía mantenga destellos de la calidad que exhibía
cuando todavía era delgado.
También pensé en mi hermano, otro de los protagonistas del
partido, seguramente maravillado por lo que estaba viendo, admirándome secretamente,
deseando algún día poder continuar mis pasos, lamentando no haber heredado
tamaña osadía, la virtud técnica.
Me acordé de mi mamá, que hacía 15 años no me veía jugar y
siempre estuvo convencida que yo era muy malo jugando a la pelota. Si me vieras
ahora, viejita, le contarías a todas tus amigas, me digo, porque voy a meter
otra vez un golazo que Messi no metió jamás.
Pensé en la chica que me gusta, en esa necesidad patológica que
tenemos los tipos de que las mujeres se sientan seducidas por nuestras
habilidades jugando a la pelota, deseo adolescente que nunca termina de
experimentarse. Creo que miré por encima del hombro, incluso, soñando que una
cadena eterna de casualidades tristes la traslade inmediatamente a ese rincón
del mundo donde podíamos recuperarnos por causas poco coherentes.
Imaginé a mi abuelo allá en el cielo, tomando vino y mirando
el partido con otros ángeles, exagerando mis virtudes, mintiendo que mi gesto
técnico era un rasgo suyo cuando la posta es que el viejito, me contó él mismo,
no era muy bueno que digamos.
Por eso también creo en la teoría del micro-universo del
fútbol. No en eso de que uno es lo que hace adentro de la cancha, pero sí creo
que adentro de la cancha se reflejan muchas acciones que se nos proyectan en la
vida diaria. Por eso no me sorprendió darme cuenta, de repente, que mi cuerpo
estaba cayendo un segundo antes que la pelota y entendí, con tristeza, que el
golpe no iba a ser efectivo jamás, y que nadie iba a ver un golazo, ni mi papá
estaría orgulloso, ni mi hermano me admiraría; mi mamá seguiría pensando que yo
era horrible, la chica que me gusta no volvería a mis brazos, mi abuelo en el
cielo seguiría escuchando la radio como si nada.
Llegué a pegarle a la pelota, pero se fue lejos del arco,
más allá del deseo. Caí mal, con todo el peso y la ilusión, y ahora arrastro un
fuerte dolor que me acompaña, que corto con Anaflex. Estuve paralizado un rato,
cuestionándome que podría haber hecho para que la resolución fuera diferente,
doblado por el golpe, pero al final seguí jugando. Tocando cortito, sin tanto
firulete, pero presente. Ya no había, está claro, pirueta salvadora.
A lo mejor el próximo partido me salga y nos encontremos en
otra vida.
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