sábado, 2 de abril de 2016

La Chilena


Para comprender este texto, bien vale una apreciación previa: algunas acciones puntuales se encuentran un par de escalones por encima de la justa valoración positiva. ¿Es realmente buen tipo aquel que, con tiempo a favor, alcanza hasta la casa a un compañero bajo la lluvia? ¿Es solidario aquel millonario que, por incomodidad, todos los días le suelta veinticinco centavos al nene que pide en el semáforo? ¿Se es buena pareja únicamente por no dejarse abrazar por la infidelidad?

El circuito del fútbol, ese micro-universo al que muchos consideran botón de muestra de lo que pasa por fuera de la línea, no está ajeno a estas sobrevaloraciones. Existe todavía una jugada que despierta admiración, que enmudece escenarios, que está condenada desde su correcta ejecución a integrar los compilados líricos semanales: estamos hablando de la famosa chilena.

En uno de los libros de fútbol más brillantes que se hayan escrito, Fútbol a Sol y Sombra (1995), el uruguayo Eduardo Galeano cuenta que la “chilena” o “chalaca” debe su nombre al futbolista español nacionalizado trasandino Ramón Unzaga, que en enero de 1914, harto de que a su equipo del puerto de Talcahuano le conviertan goles, ensayó la pirueta para desactivar el peligro, asombrando a todos los presentes.

Claro que Unzaga no supo, en ese entonces, que la maniobra que él utilizó para evitar un tanto se convertiría tiempo después en la forma más hermosa de ejecutarlos.

Tan valorados son los goles de chilena en el mundo, que muchos futbolistas pueden inmortalizarse en la memoria con definiciones de este tipo, aunque antes y después sus carreras se columpien por la cornisa. Como la grulla en las películas de Karate Kid, este tiro invertido es el farol, el sueño final del jugador que ansía convertir en un partido trascendental, la acción cinematográfica que pondría de pie a un jurado hollywoodense. Sin ir más lejos, Lionel Andrés Messi, el mejor jugador del mundo en la actualidad y uno de los mejores de todos los tiempos, hizo hasta este momento más de 500 goles de todos los colores y formas. Con la particularidad de que, al menos hasta dentro de un puñado de horas, ninguno de ellos fue de chilena.

Confieso que la jugada es una de mis debilidades, al punto que creo recordar cada vez que me tocó convertir de esa manera. No voy a aburrirlos con los detalles, pero los tengo, están ahí, para acompañarme, para aliviarme, para subirme la autoestima, para hacerme creer que pude ser mejor de lo que finalmente fui.

Por eso ayer por la noche, cuando logré frenar un rechazo con el taco y la pelota se congeló en el aire y yo no dudé en intentar la pirueta, mi cabeza viajó en muchísimas direcciones. Como un video en streaming cuya conexión se ralentiza, el tiempo pareció detenerse mientras el esférico flotaba, más de ochenta kilos se ponían en el aire y mi pierna, con un movimiento violento pero elegante, se encaminaba a pegarle de lleno a un balón al que uno profesa amar y golpear lo que dure un encuentro.

En ese instante mágico, me dejé empapar por la convicción de que iba a meter un golazo. Y pensé en mi papá, que estaba ahí conmigo, a escasos centímetros de mi posición, orgulloso de lo bien que jugaba su hijo, de que el gordito primogénito todavía mantenga destellos de la calidad que exhibía cuando todavía era delgado.

También pensé en mi hermano, otro de los protagonistas del partido, seguramente maravillado por lo que estaba viendo, admirándome secretamente, deseando algún día poder continuar mis pasos, lamentando no haber heredado tamaña osadía, la virtud técnica.

Me acordé de mi mamá, que hacía 15 años no me veía jugar y siempre estuvo convencida que yo era muy malo jugando a la pelota. Si me vieras ahora, viejita, le contarías a todas tus amigas, me digo, porque voy a meter otra vez un golazo que Messi no metió jamás.

Pensé en la chica que me gusta, en esa necesidad patológica que tenemos los tipos de que las mujeres se sientan seducidas por nuestras habilidades jugando a la pelota, deseo adolescente que nunca termina de experimentarse. Creo que miré por encima del hombro, incluso, soñando que una cadena eterna de casualidades tristes la traslade inmediatamente a ese rincón del mundo donde podíamos recuperarnos por causas poco coherentes.

Imaginé a mi abuelo allá en el cielo, tomando vino y mirando el partido con otros ángeles, exagerando mis virtudes, mintiendo que mi gesto técnico era un rasgo suyo cuando la posta es que el viejito, me contó él mismo, no era muy bueno que digamos.

Por eso también creo en la teoría del micro-universo del fútbol. No en eso de que uno es lo que hace adentro de la cancha, pero sí creo que adentro de la cancha se reflejan muchas acciones que se nos proyectan en la vida diaria. Por eso no me sorprendió darme cuenta, de repente, que mi cuerpo estaba cayendo un segundo antes que la pelota y entendí, con tristeza, que el golpe no iba a ser efectivo jamás, y que nadie iba a ver un golazo, ni mi papá estaría orgulloso, ni mi hermano me admiraría; mi mamá seguiría pensando que yo era horrible, la chica que me gusta no volvería a mis brazos, mi abuelo en el cielo seguiría escuchando la radio como si nada.

Llegué a pegarle a la pelota, pero se fue lejos del arco, más allá del deseo. Caí mal, con todo el peso y la ilusión, y ahora arrastro un fuerte dolor que me acompaña, que corto con Anaflex. Estuve paralizado un rato, cuestionándome que podría haber hecho para que la resolución fuera diferente, doblado por el golpe, pero al final seguí jugando. Tocando cortito, sin tanto firulete, pero presente. Ya no había, está claro, pirueta salvadora.


A lo mejor el próximo partido me salga y nos encontremos en otra vida.

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