“Cuando soplan vientos
de cambio, unos buscan refugios y se ponen a salvo y otros construyen molinos y
se hacen ricos”.
Claus Möller
Antes de comenzar debo confesar algo: no soy la brillante
persona que creían y en términos universitarios, lo mío es bastante mediocre.
Con este año que corre van a cumplirse cuatro desde que integro el Taller de
Comprensión y Producción de Textos de la Facultad de Periodismo. He tenido más alumnos que los que recuerdo y
varios de ellos han superado al, por decirlo de algún modo, maestro: muchos ya
tienen encuadrado, en alguna pared de su casa, un flamante título que reza que
han conseguido lo que probablemente (por falta de ganas, reconozco) nunca
conseguiré.
Aun así, en esa mitad de camino, en esa mediocridad si se
quiere, hay alguna que otra cosa que me ha quedado clara. Entre ellas aprendí
que para escribir, de esta forma arcaica aunque sea, se necesitan, además del instrumento (en este caso, una computadora) apenas tres
cosas. La primera es evidente: ser alfabeto. La segunda, más razonable todavía:
tener manos. La tercera, todavía más elemental: estar vivo.
Más allá de cientas de ediciones y reediciones póstumas que
aparecen después de que la mano alzada del autor yace tiesa en algún ataúd, lo
concreto es que todavía no hemos tenido el placer de leer ningún texto, ni
siquiera un tweet de 140 caracteres, de un fallecido. Ergo, si usted está
leyendo esto, es porque yo antes lo escribí, lo que implica que todavía mi
cerebro recuerda el sentido de las palabras y como hilvanarlas (modestamente),
mis manos permanecen en su sitio y, asma mediante, estoy respirando.
ENTONCES
¿Por qué la gente piensa que uno no está viviendo? ¿Quién
les hizo creer que esto por lo que estoy pasando no es parte de la vida, también? ¿De quién era la vida que estuve viviendo todo este tiempo?
Llevo 25 años despertándome después de cerrar los ojos.
Algunas veces tardo más, otras menos; en ocasiones de mejor manera, en otras
quizá lo más sensato sería permanecer acostado. Pero estoy. Vivo, respiro. Me
levanto, más tarde que temprano y encaro al mundo.
Algunos días le susurro al oído: “hoy te como crudo, bombón” y en otras le pido mil disculpas por mi
pobre existencia, mi vana torpeza, mi infinita bestialidad. Como todos, creo.
No conozco a nadie que haya subido a un subibaja y haya conseguido equilibrarse
en la mitad.
Hoy toca apoyar los pies en la tierra y ver como el mundo te
mira desde arriba, del otro lado y se agarra desafiante. Qué me importa. Ya voy
a volver. No se apuren. No me apuren. Déjenme tirado en el suelo. Yo me
levanto. Capaz que les tire los brazos en algún momento, a lo mejor me tiemblan
las muñecas, pero me voy a volver a parar. No pretendan que en una semana vivir signifique para mí lo que no
significó en el último lustro. No puedo volver a ser lo que ya ni me acuerdo
que fui, ni quiero ser. Todo es un proceso.
Ya nos vamos a volver a reír. Ahora estoy como corresponde
estar. Tomando impulso. Me comí un
pedazo del sol alguna vez y lo tuve entre las manos. Me gustó mucho y quiero la
otra parte. Creo que todavía me queda una carta. Lo que árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado, dice
mi frase favorita. No pasó nada, que no decaiga: solo estoy fortaleciendo la raíz.
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