domingo, 6 de noviembre de 2011

Extraño a mi abuelo.

              Curiosidad por los rincones invisibles a mis ojos. ¿Cómo es vivir adentro de un coco? Hasta ahora sólo experimenté lo que se siente ser una cascara, cubierta  y vacía. Porque así nos dejaste. Los vasos ya nunca van a estar ni medio llenos, las situaciones se irán decolorando en una interminable escala de grises. Los días son largos aun con horas rápidas. La sonrisa es una mueca que cuesta, y duele. Y  se siente extraña, extraviada, incomoda, desadaptada. La muerte, tan impune, tan inexplicable, se burla de nosotros, que no podemos esquivarla. Se ríe y en el trajín maquiavélico, se lleva nuestros seres queridos, cual film de terror y bajo presupuesto.

                El balcón se ve enrejado y vacio, cual metáfora de mi sentir, gráfico de la cárcel donde dejaste ir tu vida. Meses que te fuiste y las lágrimas no se callan. Tu hija me abraza sin fuerzas, reducida en su ya pequeño envase de porcelana y yo me siento un gigante tonto rodeándola con mis brazos, inútil e incapaz de asegurarle que te fuiste a un lugar mejor.  ¿Y si no es así? Tal vez te marchaste para un nuevo desafío. Pero mi carne a fuego no soporta más coacciones y caminos de brasas. Elegiste morirte, abuelo, y cada día que pasa la vida (o la muerte, recordemos) me lo echa en cara. Nunca es suficiente, el dolor es tan voraz como insaciable. El bálsamo de la alegría se ha fugado, por estos pagos nadie sabe de su paradero.

                Lo que más me duele de haber perdido a un cercano, tan querido, es que todos los días me empeño en vaciarme de repente. Lo que más me duele de que te hayas muerto, abuelo, es que a veces siento que este dolor me va a torturar para siempre.