lunes, 18 de abril de 2016
El Mercado de Almas
Cuando entramos, además del calor que se diferenciaba de la noche cubierta, me golpeó la inmensidad del pequeño universo que desconocía y ahora tenía frente a mis ojos. Alguna vez fue un hogar fastuoso, en otra oportunidad una casa vieja; ahora era una pasarela interminable de personajes variopintos, de sombras de versiones de estudiantes, buscavidas, gerentes y banqueros.
Gastón me guía y la marea nos lleva a escenas repetidas en patios diferentes. La iluminación es tenue; mira desde arriba una araña de luces que nunca sintieron el beso eléctrico de un interruptor. Camino maravillado ante el festival de lujuria que me rodea: besos húmedos e infinitos entre dos almas que en 8 y 50 jamás se prestarían la hora.
Siento las zapatillas adherirse al suelo, pero no me detengo: me hipnotiza la imagen de una tortuga que carga un oso panda que se frota con un camaleón. Dos rubias a las que mi compañero define como sus tías intentan tras la barra seducir a un bartender rastafari que viste camisa y corbata. Quizá lo consigan: reina en el ambiente un sombrío optimismo sin lógicas ni compromisos.
Adentrada la noche un pelado al que bautizamos Dertycia se hace presente. Se pavonea que causa gracia y se nota que es habitué. Más tarde justificaría sus pasos bajo la premisa de “Es sábado, hay que hacer la de Nisman. Tiro en la nuca” (Sic).
Adopto un hueco al costado de una viga y dedico todos mis sentidos a la exploración. Se desata un circo de miradas y deseos, de provocación explicita, de sonrisas que van y vienen, de roces sin perspectivas de género.
En algún lugar del mundo, quizá en otro universo no tan lejano, algún enamorado se arrodilla con una promesa eterna, incoherente y ficticia. Acá, en el mundo irreal, el mercado de almas, Tinder analógico que me abraza y me asfixia, me aprisiona y me entretiene, la vida es otra cosa. Esto es un experimento, me digo, y me voy a un baño dos estrellas en el que todos te miran el pito. Ahí me encuentro con Dertycia tomando una cocaína que asegura, viene de Maldivas.
¿Cómo una distancia de diez metros puede ser tan extensa? En el trayecto dejo de escuchar las voces y me enfoco en la música: este lugar es uno de esos donde tocar la guitarra invisible no resulta un anticonceptivo. Todo aspecto, todo gesto, todo vínculo que no traiga aparejada una connotación sexual fallece en el anonimato. Gastón le pregunta a Dertycia, que reaparece y desaparece con esoterismo bailable, si está a gusto con el ambiente. Yo me hacia la paja con este tema y la revista 7 Días, nos contesta el pelado. Nos reímos y él parece no entender la gracia, pero tampoco le interesa.
Quiero contarle a alguien sobre lo que estoy viendo, pero al ver la hora, descubro que la señal de mi celular desaparece en una suerte de Triangulo de las Bermudas. Linda Hamilton, la de Terminator, se cruza ante nosotros. Son las seis de la mañana y todavía entran rulos, gorditos, sexagenarios y motoqueras. Con Gastón encaramos a la salida y otra vez el frío nos golpea la jeta. Miro hacia atrás con nostalgia masoquista y me doy cuenta que acabo de salir de la Ciudad Gótica de Joel Schumacher.
Cerca del auto, un taxista me recuerda que existe Uber, Mauricio, la droga Superman, el desamor y la miseria. Por un momento entiendo a Dertycia: el mundo ha vivido equivocado. El verdadero mercado de almas me esperaba hoy al volver a mis tareas.
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