viernes, 27 de septiembre de 2013

Remisero.

¿Volvemos al mismo lugar, no es cierto? Cara sale la novia eh, que bárbaro. Mirá que acá en El Señorial la podes mandar sola sin problemas, a todos los choferes nos tienen en regla, con antecedentes y todo. O por lo menos que la familia te ayude un poco, je. Igual lo más difícil viene después, ahora es fácil. Bah… Sí, lo más difícil viene después. Te lo digo yo, que llevo 52 años de casado con la misma mujer. Ahora todo es fácil. Yo tengo 67 años y ella 65. Cinco hijos, quince nietos y un bisnieto. Así nomás. La convivencia es jodida eh, desgasta. ¿Cómo llevamos tanto tiempo juntos? Nunca nos agredimos ni nos faltamos el respeto. Acá la joda es saber cuándo poner un freno. Siempre que uno de los dos levante la voz  tenés que decir “pará, estamos gritando, nosotros hablamos, no gritamos”. Y si no podés, agarras y te vas dos horas. Yo hacía eso. Agarraba el auto y me iba a cualquier parte. Y volvía más tarde con helado, cualquier cosa. Por los hijos discutíamos, siempre por eso. No discutíamos por otra cosa. Porque cuando decidís estar con alguien para toda la vida, es eso. Y tenés que ponerte unas ojeras de dormir y no darle bola al de abajo, porque siempre vas a encontrar una mina que te quiere avanzar, algo que te complique la vida. Yo siempre en esos casos puse en el medio a los hijos, que se yo. Fue mi método. No quería cagarle la vida a ellos. Por eso también, te diría que el cincuenta por ciento de una relación para toda la vida es el buen sexo. Yo, te lo digo con respeto, con mi señora y a mi edad, estamos igual que cuando teníamos veinte. Porque es la clave. Cuando te dejan de dar bola, ahí cagan. Por eso es tan importante. Pero, al final ese es el problema. Porque cuando pasan los años y se afianza todo, terminamos siendo uno solo. Y es una cagada, porque hoy por hoy yo sé que sin mi mujer no duro ni diez días. Y creo que ella sin mí tampoco. Al menos eso quiero creer. Bueno pibe, son cuarenta y cinco con setenta y cinco. Te salió cara la novia, nomás.

domingo, 21 de julio de 2013

Tic Toc


En este mundo pagamos un precio por todo cuanto conseguimos y, aunque vale la pena tener ambiciones, éstas no se alcanzan con facilidad, sino que exigen su precio en trabajo, abnegación, ansiedad y descorazonamiento.

Lucy Montgomery



A diferencia de lo que muchos pensarían, yo esta noche no puedo precisar si el tic precedió al toc o viceversa. Pasé varios minutos intentando recordarlo hasta que terminé concluyendo que su orden era poco relevante. En el fondo invisible de la nada misma donde me hallaba inmerso, por darle un cierto sentido de corporeidad a mi presencia esotérica, flotaban tibias las onomatopeyas del tiempo que incluso en este universo ficticio no dejaba de sonar.

Siempre me pareció muy desdichada la vida para los temporizadores de las bombas. Su existencia atada eternamente a su razón de ser, y su sentido enlazado perpetuamente con malas intenciones. Sí un reloj explosivo cumple bien su trabajo, no volverá a correr segundos; Si no lo hace, ¿Para qué existir? De nada le vale, al fin y cabo, amargarse: Aunque quisiera no se podría detener.

Sin que nada cambiase, todavía desaparecida la imagen física de cual sea la forma en la que yo estaba allí, el son repetido se escuchó cada vez más cerca de donde se supone se hallaba mi conciencia y mientras avanzaba, aumentaba la velocidad de su nerviosa pulsación. La ansiedad de aquel latido produjo en mis pensamientos una angustiosa sensación de proximidad con algo que estaba a punto de terminarse. Luché contra toda idea terminal que tuviera que ver con mi vida, pero más lo intentaba, el reloj de arena dejaba caer mayor cantidad de grava por su abismo. Sólo cuando asumí el fin inevitable y ensayé en mi mente una foto de una sonrisa previa a la muerte, mi alrededor comenzó a tomar color y forma, disipando las nubes, convierto las tinieblas blancas en el techo cercano. Mis ojos se desperezaron.  

El despertador explotaba de vuelta.

miércoles, 10 de julio de 2013

Furtivo


Lo peor de la pasión es cuando pasa, cuando al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos.
Joaquín Sabina


Es justo que te cuente ahora, que la situación es propicia, que desde que nuestra relación es historia escrita, no siempre fui tan caballero, nobleza obliga. Hubo ciertas etapas de nuestros primeros tiempos en las que me dejé llevar por lo que en ese entonces creía incorrecto. Entonces, en mi temor de corromperte, me encerré en mi deseo secreto e impuro, cuidando no exceder mis pulsaciones en cada beso para que mi situación no se vuelva (tan) evidente.

Ahora me acuerdo con gracia, no triunfé demasiado tiempo en aquella empresa. Siempre hubo, (puedo confesarlo a esta altura) una innata seducción en tus labios, desde la prehistoria de nuestra relación, única parte del cuerpo que podía mirarte el tiempo suficiente sin que nadie me acuse de nada. Creo que conocías el dato, lo habías notado aunque nunca lo confieses. Siempre tomé tu foto de fondo del anterior celular como la testigo de aquel objeto sensual tácito, esa complicidad no verbal que existe entre los dos. Pero a fin de cuentas, en aquel febrero más cálido que de costumbre tuve la certeza de que tarde o temprano ibas a ser mía y la ansiedad se convirtió en mi mayor enemiga. En coordinación con mis inadecuados deseos, mirarte incluso en aquella versión tímida y lejana se me volvió una recreación permitida y recuerdo el punto exacto donde verte de espalda se convirtió en mi pasatiempo más osado. Todavía furtivo.

Más temprano que tarde, superados mis traumas, una noche fuimos uno y mientras sentía tu cintura apretando contra la mía, comprendí que mis temores eran ciertos, y que lo que antes era deseo, en adelante sería necesidad. Dejamos a la imaginación durmiendo afuera mientras recorrí todo tu cuerpo y vos el mío hasta que hasta el último poro de tu piel me dejó de extrañar.


No quiero escaparme del infierno que me significa tenerte en esa mezcla de inocencia y dominio, con tus ojos que dicen mucho más de lo que escapa de tu boca, ese coctel que nos significó noches eternas y soles que asoman encontrándonos despiertos. Porque en este mismo instante, mientras rememoro nuestras proezas en la cama y fuera de ella, empiezo a padecer ese deseo ferviente y desesperado que antes ocultaba vehemente. La diferencia es que ahora tengo la certeza de que todo resulta mejor de lo que haya esperado siempre.

martes, 21 de mayo de 2013

Un brote



               Bertín soltó la navaja, ahora cubierta de sangre, pasmado ante su reacción. El cuerpo le vibraba al mismo nivel que sus pensamientos, repetitivos e incrédulos de su proceder. A su alrededor, no había más testigos que los árboles del bosque, que permanecían inertes a tan escasa brisa. Autos lejanos decoraban con audio la triste escena. Bertín subió a su moto sin volverse a comprobar si esa chica ya era un cadáver y desapareció en la penumbra.

                El 27 de abril de cada año es el cumpleaños de Chiche, fecha que siempre recibían con gusto, alegres de las concurridas fiestas que sólo él sabía organizar. Mas este momento era diferente. Poco festivo, si se quiere. Todavía no digerían el hecho de que Luquitas les hubiera confesado el sábado anterior que estaba tan enfermo. Bertín no hubiese ido esa noche, pero era el cumple de Chiche- No supo o no pudo decir no.

                Cerca de las dos de la madrugada se dejaron querer por la idea de salir de la casa de Chiche, que tanto les recordaba a Luquitas, y enfilaron hacia el centro para probar suerte en algún bar. La noche estaba oscura y agradable, lo que animó a Bertín a pensar que el cambio de aire lo podía favorecer.

                Finalmente arribaron en algún tugurio y Bertín sintió que las luces y la música lo embriagaban. Se hizo íntimo del alcohol, mientras Chiche hacia buenas migas con una chica. Fue precisamente en el baño de aquel bar, al que acudió para consumir Dios sabe que sustancia, donde notó que traía consigo la navaja, enana protección hija del anterior intento de robo del que Luquitas y él fueron víctimas.

                Desaparecido Chiche y bastante perdido en sí mismo, salió del boliche y encaró en su moto para la zona de 60, en búsqueda de compañías contratadas. No recordaría más tarde como acudió al lugar del crimen.

                Sí tendría por siempre acunada en la memoria, la imagen de esa mujer alta y semidesnuda, vestida en medias rojas de red, que lo llamaba entrando al bosque. También recordaría, aunque nunca lo confiese, como la chica se negaba a trabajar sin ver antes el efectivo. Lo tiene claro porque en ese momento tomó con la mano izquierda la navaja, en el bolsillo zurdo de la campera.

viernes, 19 de abril de 2013

Una Foto


Sé que no es irreversible este proceso, pero no quiero que vaya hacia atrás.
Las Pastillas del Abuelo.

Tardé un poco en darme cuenta de lo que estaba viendo, y donde lo había visto antes. Me pasa, a veces, de vez en cuando, algunos recuerdos grises se tornan oscuros para más tarde volverse difusos, tras cartón se pierden de forma eterna en algún cajón de mi memoria.

Pero, es evidente,  no sucedió así esta vez y ahí me encontraba, rascándome la cabeza en búsqueda de comprender porque la imagen me ponía tan triste. Algo adentro mío rechazaba la escena.

Después lo comprendí.

Era una habitación, con una pequeña abertura a la izquierda que llevaba a una pequeña cocina, confortable pero oxidada. Un calefón apostado por sobre la ínfima mesada invitaba a reflexionar sobre la antigüedad de la vivienda. Más acá, una mesa de madera, tosca, de una antigüedad nada coqueta y no disimulada, hacía las veces de estudio, comedor y soporte de TV, debajo de una persiana de madera blanca que hacía juego con las paredes. En la pequeña apertura, se veía, reinaba la noche.  En el techo, un foco inserto en una lámpara redonda iluminaba con una tenue luz amarilla que, en conjunto con las paredes, la cortina, la mesa y el calefón, remitían a una época en la que ni existía, como si la imagen fuese tomada con la primera cámara a color.

Un par de diarios en el piso, y en la única silla desocupada, completaban la escena bastante depresiva. Que aun así está inconexa. Y esto es así porque no mencioné, todavía, que sentada en la otra silla, con la mirada fija en la ventana, hay una persona. No está mirando la tele, que está apagada, ni está leyendo el diario, que está tirado, ni hay platos en su mesa, desconocemos si existen en su alacena, por lo que tampoco está cenando. Al parecer, su única ocupación es mirar a través de la apertura que se extiende delante suyo y de la que no se deja percibir ningún reflejo en sus ropas que de tan actuales parecen pasadas de moda. Porque, sin embargo, por lúgubre que sea el ambiente, más antiguo que todo parezca, la escena no deja dudas: Esto todavía no sucedió.

Y exprimo certeza de aquello, porque puedo reconocer al protagonista, que soy yo. No me engaña la notable pérdida de cabello, ni esos cuantos kilos menos. Me reconozco en la mirada, triste y perdida, en la ausencia de ambiciones, en la soledad absoluta de una foto que no existe y que el destino pudo haber sacado sola: Es la foto de un futuro sin vos. Por eso no me gusta nada.

lunes, 18 de marzo de 2013

Confuso


Tienes que encontrar alguna manera de decirlo sin decir lo mismo.
Duke Ellington

Ahora que lo decís, me acuerdo que la primera vez que me perdí, no necesite ni mapas, ni brújulas ni un celular con GPS. Sí me urgía tomar aire, que me faltaba, porque después de todo, tenía esperanzas de seguir con vida. Tengo grabado el reflejo instantáneo, el momento preciso y hasta quizá imaginado, de tus ojos atravesando por primera vez los míos, amenazando para siempre mis posibilidades de respirar.

Se ve que me mantuve con vida (los recuerdos, de tan empalagosos, a veces se vuelven difusos) porque haciendo memoria, me doy cuenta que tardé en caer en la cuenta varios calendarios. En caer que aquella fue la primera vez, digo. Aunque ahora que remuevo un poco, capaz que nunca me encontré, quien te dice. Capaz que sigo perdido. No sería de extrañar.  Escribir este tipo de cosas le hace el juego a la perplejidad.

La conciencia del pseudo extravío me hace sentir (todavía) bastante más chiquito, trazando paralelismo, mucho más de lo que me sentí esa noche en aquella esquina. La de la primera vez, digo. Y déjame denunciarle una vaguedad en mi relato sobre el susodicho crepúsculo, porque yo te hablo de la esquina, pero tengo bien claro que cuando te vi cruzar la calle, a mí se me desfondó el piso y no había esquina, ni había mundo, ni multiverso que me haga sentir las rodillas hechas de gelatina.

Yo noté, en ese momento que tal vez haya sido inventado, que tu mirada también reflejaba miedo y quizá hasta un dejo juvenil  de saber que lo que estábamos haciendo no iba con nosotros, como un chico que se pone un traje que hacía horas era del papá. Pero no pude arribar a una conclusión precisa ni confortable, porque después lo supe, ya me había extraviado.

       Aunque ahora no me decido si ya estaba perdido y esa noche, la primera que nos vimos,      finalmente me pude encontrar.

jueves, 21 de febrero de 2013

El diario del Abuelo Pedro - Primeras Notas


¿Por qué, en general, se rehúye la soledad? Porque son muy pocos los que encuentran compañía consigo mismos.
Carlo Dossi.

Primeras notas

   Confieso que, al momento de escribir estas líneas, no he decidido todavía que futuro les depara cuando culmine este relato.  Comienzo con todo esto como un desahogo, un grito mudo de un secreto que asfixia mi existencia. Aun así, encuentro insuficientes mis razones para la publicación de una historia que en cierta forma, vulnera la memoria del abuelo Pedro.

Digo vulnera por esos pequeños detalles, esas cosas tan personales que tenía el viejo conmigo. El hecho de que él quería que encuentre su diario, pero que solo lo haga yo y no otra persona, me significa un peso enorme sobre mis hombros. Desconozco sus razones y así será para siempre. No me queda más remedio que la subjetividad de mis suposiciones.

   Afuera llueve y mi monitor tiene de fondo una foto en blanco y negro. La escala de grises en la que se ha dejado colorear mi vida desde que el abuelo nos dejó deprime bastante, pero también le hace el juego a mis emociones. Y a mí miedo. Ahora me acompaña un vaso de whiskcola, no lo suficiente macho para tomar el whisky solo. Pienso bastante en él y en el diario, varias veces al día. Generalmente las noches me encuentran en esta misma posición frente al documento de Word en blanco, pero nunca me animo a escribir nada y terminó en ninguna parte menos en esta historia.

   Irónicamente, nunca supimos a ciencia cierta de que murió el abuelo. Eran tantos los males que lo aquejaban, agravados por un nulo combate para ahuyentarlos, que su deceso implicaba un misterio que no nos interesaba resolver. Ya no estaba, al fin y al cabo; incluso conocer ciertos detalles podía significarnos una dosis de culpa que no estábamos preparados para sostener. Lo cierto es que un mediodía lluvioso de julio, el abuelo Pedro abrió los brazos y tras un último ahogo (o desahogo, ya nunca lo sabremos) se desplomó en su cama. La abuela María había vuelto a su lado hacía muy poco tiempo, acaso previendo el final. Las ambulancias que habían venido a socorrerlo aún se oían alejándose en las calles, luego de que él luchara valientemente contra ellas. A mí no me van a llevar, siempre nos decía.

   Recuerdo un velatorio teñido de lágrimas íntimas y a mi juicio, escasas. Era evidente que el abuelo no había gastado mucho tiempo de su vida en caerle simpático a los demás.  Para mis adentros me dije que en realidad éramos más bien pocos quienes teníamos el gusto de tenerle afecto. Me hizo bien, al menos, pensar que en aquel momento tan triste y particular, no sobraba ni faltaba nadie en la escena.

Es curioso, pero esa fue la primera y última vez que vi un muerto. Nunca pensé que iba a sentir afecto por el primer cadáver que se cruce en mi vida, pero a decir verdad, uno intenta a veces negar, postergar un poco esas cosas. Sobre todo cuando es un chico. Hasta ese entonces me las había ingeniado para pasar bastante lejos del cajón en cada velatorio, algunas veces con astucia, otras con torpe evidencia. Pero aquella oportunidad, la última vez que ví a mi abuelo, no tuve alternativa.  Y no sentí rechazó, ni más tristeza porque no podía; sino una profunda melancolía por recordar cada momento en que aquellas mejillas ahora grises estaban cargadas de color, de cuantas risas me habían provocado sus labios perdidos en su rostro inexpresivo, cuantas cartas me habían escrito esas manos que ahora se aferraban sin firmeza a un pañuelo de Estudiantes. Concluí al final que lo único que quedaba de él en ese cuerpo helado era su pelo blanco, como la nieve, como las nubes, como estuvo el cielo ese día.

Fue ahí, ahora lo tengo claro, cuando pensé por primera vez en nuestro escondite secreto. Al principio lo deseché de inmediato, como si pensar en eso violentase el luto que debía mantener. Pero después me acordé del reloj y reflexioné, me hice mucho el mate la verdad. Ese reloj pulsera, con un corazón albirrojo que llevó tantos años en la muñeca y que tantas veces me había prometido cuando él se fuera. No confunda el lector un deseo frívolo por aquel objeto, lo que me inquietaba era su actualidad. Porque si ese reloj no estaba en su muñeca, cabían dos posibilidades. La primera, la más feliz, por así decirlo, es que simplemente otra persona me lo hubiese ventajeado y se lo haya sacado después de morir. No los culparía más allá de su codicia, no tenían por qué saber que ya entraba en mi herencia. Incluso, de ser así, me iba a hacer el sota, la verdad es que no estaba listo para tenerlo todavía. Pero la otra, la otra chance era una porquería. Porque si ese reloj estaba a fin de cuentas en nuestro lugar secreto, significaba una sola cosa: que mi abuelo era demasiado consiente de su muerte inminente. Probablemente, entonces, había sufrido.

Aquella reflexión me causo tal angustia, que me quebré de nuevo y me tuve que ir de la sala. No era el momento de consuelos tan bien intencionados como insultantes. Pensé bien los pasos a seguir, porque tenía claro que tampoco estaba listo para visitar la casa donde el abuelo Pedro encontró la muerte pocas horas antes, ni de ver todavía el peso de su cuerpo marcado en lo que hasta el día anterior habían sido sus sábanas. Dejé pasar ese día, y los sucesivos, hasta que perdí la cuenta de cuantos había dejado. Mientras tanto, mi abuelo me visitaba en sueños. Del reloj no tuve noticias.