miércoles, 7 de octubre de 2015

Una capa de grasa

Pocas veces en mi existencia he conocido personas más incapaces de robar que mi padre. No, no es que sea incapaz en forma física, gracias a Dios, ninguna limitación lo ha hecho su presa. Simplemente mi padre fue, y de hecho, lo será siempre, el hombre más honesto que haya conocido en toda mi existencia.

Si tengo una imagen suya guardada en las retinas y en el corazón, es verlo fascinado, durante mi infancia, trabajando diez horas por día, parado y con el overol cubierto de grasa. Era mecánico, mi viejo. A veces, producto del cansancio, se martillaba uno que otro dedo intentando reparar un servo. Incluso recuerdo una oportunidad en la que estuvimos de urgencia en la clínica del ojo porque un pistón de bomba traicionero había sucumbido a los dos kilos de presión que mi padre ejerció para liberarlo de forma imprevista.

Ese trabajo, que mi papá desarrolló hasta con el cuidado de un artista desde que tuvo 19 años, cuando descubrió que quien suscribe habitaba un vientre fruto de su pasión, le valía un deterioro físico notable. Sobre todo en sus manos. Siempre me produjo pena y algo de admiración, tener un padre tan joven, bastante más que el resto de los demás papás de mis amigos y que siempre parezca a su altura o más. Y las manos siempre negras, la ropa siempre con grasa y a él no le importaba, nada le importaba que tuviese que ver con la estética.

Por eso, de chico no entendía por qué la gente lo miraba raro, como con miedo. Por qué cada vez que íbamos a un kiosco lo atendían por la ventanilla. Cada vez que íbamos a un banco desconocido, el guardia de seguridad nos preguntaba si teníamos algún problema y se quedaba al lado nuestro, pero yo tenía la sensación de que el problema, en realidad, éramos nosotros.

Cuando mi papá empilchaba con la ropa de trabajo en un contexto diferente, todos nos querían ver lejos. A mi papá le tenían miedo.

Lógicamente que la situación me ha arrancado varias lágrimas de impotencia, incluso ahora que lo recuerdo. ¡Miedo de mi papá! Cómo si fuese capaz de robarle a alguien. Como si le interesara el contenido de una cartera animal print de una vieja paqueta asidua de La París. Como si no agotara sus posibilidades físicas para que a mi no me falte nada. Como si no hubiese desperdiciado su enorme talento intelectual en un trabajo monótono y aburrido solo por cumplir sus obligaciones. Él se lo tomaba con más gracia. Con el paso de los años, se había acostumbrado.

Todavía me acuerdo la última mañana que lo vi con vida. Eso asoma lógico, porque se trata de una persona que idolatro, asumirá el lector. Pero lo cierto es que, tristeza póstuma mediante, fue un momento casi intrascendente. Compartimos un mate, a las apuradas porque yo tenía que entregar un trabajo práctico y como tenía los ojos cegados por el sueño, casi no pude verlo bien. El momento culmine de la triste escena encuentra a mi papá parado en el umbral del garaje con una sonrisa con sorna en torno a mi estado de somnolencia. Me dijo “nos vemos” con toda la inocencia que puede tener alguien que desconoce que transita las últimas horas de vida.

A la tarde noche y tras cerrar el taller, cruzaba la calle por la esquina, porque así siempre me lo había enseñado, porque predicaba con el ejemplo, cuando un Volkswagen Bora plateado con vidrios polarizados cruzó en rojo y lo acercó a los cielos, lugar donde pertenecía. No había testigos y mi papá todavía tenía las manos negras, y la grasa en la ropa de trabajo. La primera impresión de la policía concluía que el que había cruzado mal había sido mi viejo.



jueves, 17 de septiembre de 2015

Luna

Él ya sabía lo que se venía. Hacía días que la veía pasar, rozarlo con la cadera como quien no quiere la cosa y seguir de largo por el pasillo. Se lo había contado Fede, de Administración, pero él como siempre tan escéptico, no lo quiso creer hasta que estuvo ahí, en la oficina del jefe, frente a frente con la carta de despido que lo venía coqueteando. Bueno, decir ahí es eso, un decir. Físicamente estaba ahí, hundido en la silla giratoria en la que muchas veces se había sentado para recibir felicitaciones y en la que él, tímido y nervioso, se movía incesantemente para no tener que fijar la mirada en quien se llenaba la boca elogiándolo. Ahora está inmóvil, con el gesto serio, matizado por una mueca que resulta de la mezcla entre desazón, resignación e incertidumbre. Está ahí, insisto, pero su cabeza está en otra parte.

El pelotudo de su jefe (No es pelotudo ahora que lo despidió, siempre lo fue, solo que recién ahora que lo despidió se atreve a pensarlo) enarbola un discurso cargado con toda la falsedad que le sabía posible y a él le llegan palabras sueltas como “dolor” “agradecimiento” “futura recomendación” y “deseos”, aunque francamente y por primera vez desde que entró a trabajar ahí, le importa un carajo lo que le están diciendo. Él está pensando en Luna. Cómo voy a hacer, se pregunta, y sacude la cabeza aturdido y el pelotudo de su jefe, falsamente conmovido y convencido de que su discurso surte efecto, le ofrece un pañuelo que nunca usó ni va a usar, porque la gente como él no tiene mocos ni tiene lágrimas.

Y ahora cómo hago, se pregunta de nuevo, y nota que lo dijo en voz alta porque el pelotudo de su jefe, superando los límites de su profunda pelotudez, le pregunta con qué, y él le dice nada, nada, le da la mano y se va para siempre. Cómo hago con la nena, insiste, y se le llena el corazón de bronca y de miseria.

Si Laura estuviese conmigo me cagaría a trompadas, se dice, y se siente la peor persona del mundo. Aunque a lo mejor si ella estuviese acá, nada de esto hubiese pasado, exagera. Disipa los pensamientos invisibles con un gesto. No. No tiene nada que ver. No es su culpa que la empresa se haya ido al carajo con la especulación financiera y que empiecen a recortar los sueldos primero y los empleados después. Es su culpa por aceptar ese régimen tan pelotudo, se dice. En eso sí es responsable. Eso sí que Laura no le hubiera permitido. Que carácter tenía esa mujer, mamita. Como la extraña. Ella le hubiese recomendado que esperara otra chance, más ventajosa, más segura aunque sea. Pero ya no estaba. En ese momento estaba sólo. Sólo y con la nena.

Todavía tenía dos horas para ir a buscar a la nena a la casa de la mamá de Laura, que la cuida cuando él está trabajando. No tiene ni idea como va a hacer para contarle a su suegra (o su ex suegra, no sabe cómo califica la madre de su mujer cuando uno es viudo) que lo acaban de echar del trabajo. No es mala la vieja. Y a la nena la quiere con el alma. Pero entre ellos no tienen onda. Ella siempre pensó que él era un freak.

Para hacer tiempo, se mete en un café viejo, tan viejo que las sillas tienen ese almohadón verde cubriendo la madera finita y las mesas son bien cuadradas, con las patas de aluminio despintadas del negro y cubiertas por cáscaras de maní de la época del Partido Conservador. El mozo se acerca, desalineado y extrañado por la visita, como si un intruso se hubiese colado a su hogar por el patio de atrás y le ofrece agua con gas o café molido, tal cual aparece en la carta que tiene dibujada en la memoria. Él le pregunta si no le molesta que se quede ahí, mirando por la ventana un rato a lo que el mozo murmura algo en un italiano incomprensible y le trae un vaso de agua, cortesía de la casa. Se saca los anteojos y mira a través del vidrio sabiendo que no va a poder distinguir nada. Le gusta la idea de un mundo borroso y distante, como si estuviese viendo la vida a través de un televisor de antena con mala señal. Se divierte con el recuerdo. Le ayuda a evadir por un rato que todavía no sabe qué va a hacer con su vida, ni cómo va a poder decirle a Luna que el viaje a Disney quizá nunca pueda ser.

El mozo, que cambió su actitud curiosa por una mucho más comprensiva, se acerca y le ofrece un folleto que repartieron el último domingo en la iglesia donde va su señora. Le confiesa qué él no cree en esas cosas y tiene sus razones, pero viste, cada cual con su mambo, claro y a lo mejor te interesa y lo vuelve a dejar solo. Ese gesto lo hubiese emocionado en otro momento, y en otro lo hubiese fastidiado bastante, pero hoy siente que el mundo ya no puede transmitirle emociones y con desgano, se levanta de su silla, le da la mano al mozo y enfila rumbo a la puerta.

No presta mucha atención a la multa que tiene sobre el parabrisas de su auto. La desecha sin muchas vueltas y emprende el camino hacia la casa de su suegra, o su ex suegra, todavía no lo pudo averiguar. Luna está dormida. Parece que estuvo ayudando en el fondo a su abuela con las plantas y terminó destruida. Él, en adelante el papá, la carga con cuidado en el asiento de atrás tras rebatir el suyo (empresa complicada con una niña de cuatro años en brazos) y se despide en forma solemne sin contarle a la que fuera la madre de Laura (¿O es la madre de Laura, todavía?) que ahora es uno más en la amplia sala del desempleo.

Cuando llega a la cochera del edificio decide dejar su maletín en el auto. No se siente muy preocupado porque le puedan llegar a romper un vidrio y con Luna dormida sobre su hombro, pide el ascensor. El Papá ya notó, mirando en el espejo del ascensor, que su hija se despertó y está fingiendo que continua soñando, pero le sigue la corriente, un poco por ternura y otro poco porque no se siente con fuerzas para decirle nada, continuando la subida en silencio. Abre la puerta del departamento que supo compartir con Laura y todavía con las luces apagadas, procurando no hacer ruido, deja a Luna acostada en su cama, la de él, esperando que se haya vuelto a dormir. Él regresa al comedor y prende la tele, aunque no quiere mirarla ni le dedica diez segundos de su atención. Se queda ahí, convidando silencio, hasta que escucha la voz de su nena que lo llama desde la habitación.

-.Papaaaaaaaaaaá.-

Qué pasa hija, le pregunta y se sienta al lado suyo en la cama enorme que habían comprado con Laura cuando decidieron vivir juntos hacía ya cinco años. Dónde está mi mochila, pregunta Luna, y el papá le dice que quedó en el auto, que mañana la trae porque ahora está muy cansado. La nena comienza a esbozar un llanto y le dice que es importante porque ahí tiene algo que le tiene que mostrar. Él intenta convencerla de que es mejor mañana pero ella insiste y llora y él no está preparado para estas cosas y le dice que bueno, que está bien, que ahí baja, pero que tiene que ir con él porque no la puede dejar sola. Luna se ríe. Tenía colgada la mochila cuando me subiste papá, le dice, divertida y él se confiesa que la audacia de su hija le causa gracia.

Le acerca la mochila y Luna la abre con impaciencia y le pide que no mire, que cierre los ojos y después le pide que los abra, que le hizo un dibujo. Él intenta comprenderlo. Para sus 33 años, son dos garabatos unidos. Para su hija, son ellos dos tomados de las manos. Él le agradece el obsequio, y le da un beso en el cachete que hace reír a la nena y la pincha con la barba. Ella le pregunta si le puede hacer una pregunta. Él le contesta que la acaba de hacer. Ella no entiende. El padre se rinde.

-Pa– le dice Luna, con un aire inevitable de inocencia – ¿Si yo fuera varón, y fuera grande, sería buen papá como vos?-

A él lo descoloca la pregunta. Lo desarma. Lo lástima. Lo enamora y lo vuelve a desarmar. Abraza a su hija y llora, llora amargamente. La llena de los besos más dulces y desesperados que un padre le puede regalar a su nena. Luna se asusta y le pregunta por qué papá, por qué lloras. Él se seca las lágrimas. Le pregunta si sabe qué es hermosa. La nena le dice que sí, pero le reclama la respuesta. Él le confiesa que hasta que vio su dibujo, no se había dado cuenta que era tan pero tan bajito.

martes, 1 de septiembre de 2015

Preguntas

 Yo entendí lo que me quiso preguntar Vicky cuando en realidad dijo que no sabía de qué manera había empezado nuestra historia. Obvio que me di cuenta, tampoco soy boludo. Además la conozco hace bastante; más o menos sé cómo piensa. Y no la culpo. En su lugar, a lo mejor, yo pensaría igual. Es natural, supongo.

A lo mejor, si mirás esta foto te das cuenta a que se refería Victoria. De hecho, si no te das cuenta, replanteate tu capacidad deductiva. A ver, ahí va un ayudín: mírame a mí. Tan bruto, tan poco agraciado. Nunca fui capaz de entender cómo funcionaba eso de combinar la ropa. Tengo los ojos tan chiquitos y juntos que cualquier anteojo de sol me queda enorme. Con frecuencia me enojo hasta la muerte por temas de insignificante importancia. Presumo de un Master en arrancar y abandonar gimnasios. En un par, de hecho, está mi foto debajo de un pedido de recompensa. Como la vida no me dio velocidad para captar rápido las indirectas, y me atrasó un par de años la madurez con respecto de mis pares, este texto a lo mejor deberías haberlo leído hace dos años. Con bastante frecuencia la gente confunde lo que escribo con lo que creen que soy y lo que podría llegar a ser. Soy como ese inhallable tío abuelo del amigo de un conocido del que paraba los sábados en el kiosco del barrio que iba para crack pero se rompió la rodilla y no pudo llegar. La eterna promesa que este año la rompe, que ya despega, que en cualquier momento se recibe, que está tapado de proyectos inconclusos.

Y en cambio ella es un combo letal de realidades lindas. Porque cuando sonríe te deja reserva para pasar veinte días en un refugio antibombas. Ella sí promete lo que sabe que puede cumplir: te vende perfección porque la tiene ahí en la palma. A veces la disimula para no sentirte tan adversa, para ser más compañera. Debe ser la persona más bajita de todas las que están a la altura de los mejores deseos. Y encima, todavía, para colmo, está bastante buena.

Por eso me di cuenta enseguida lo que me quiso decir Vicky cuando hizo esa pregunta. Al toque. Dijo lo que dijo, ya lo sé, pero en realidad me miró con los ojos en blanco, a lo mejor evaluando ella misma también cuantas eran las chances ciertas, intentando dar con qué lleva a alguien a terminar de esta manera. Lo digo sin vueltas, lo que quiso preguntar y no lo hizo, tan discreta ella, es mucho más simple. ¿Cómo carajo hiciste? Se le leía en la mirada. Le contesto que la verdad, amiga, yo tampoco tengo idea.

martes, 25 de agosto de 2015

4148

Sí tengo que ser honesto, nunca le pregunté cómo se le ocurrió. No sé si fue improvisado, si lo había charlado antes o si naturalmente fue una acción de la que no tomó nota. A lo mejor comenta este texto y nos saca de la duda. O no. Quizá ni siquiera se haya dado cuenta.  Conociéndolo, lo más probable es que no lo lea.

Entre gesto y gesto pasaron once años, cuatro meses y diez días, cuatro mil ciento cuarenta y ocho en total. Tres mundiales y cinco finales. Todavía no había asumido Néstor y ahora ya está muerto. Chicos que no habían nacido ya tienen la edad que yo tenía cuando empezó esta historia. Aunque para ser sincero, no tengo claro cómo fue eso, la verdad.

Habrá notado el lector, a estas alturas, que no puedo brindar precisiones sobre mucho más que del paso del tiempo. En momentos como este es cuando me reprocho no haber escrito un diario desde que era más chico. Después me digo que me hubiesen fajado más en el colegio de haberlo hecho, y mínimamente se me pasa. Aunque la verdad que me encantaría que haya un registro de eso. Del momento en que nos hicimos amigos, digo.

Siempre nos causó gracia a los dos nuestra primera conversación, que eso si lo retenemos. Siempre se acuerda que en la primera clase de cuarto grado yo contestaba todas las preguntas de la maestra y hasta le hice creer que yo era de los más vivos. Uno de esos días, con la verdad ya revelada, me acerqué hasta el último banco del fondo del aula para pedir algo prestado y noté que él tenía una cartuchera de Gimnasia. Nuestro primer dialogo sonó como una decepción mutua y eterna al averiguar que colores nos corrían por las venas. De ahí en más, todo se vuelve difuso. En algún momento de aquel año 2000, pactamos implícitamente que eramos amigos de los que aguantan.

Y estoy seguro que fue entonces, porque un tiempo después, un tres de noviembre de 2003 para ser más exacto,  el Torre me dejó claro que el vínculo que teníamos era ya muy fuerte.  Hoy lo entiendo como uno de los primeros recuerdos de su escencia como tipo, como compañero, como hermano.

Cuando yo era muy chiquito, tanto como para preguntar el por qué de todas las cosas, me explicaron que el abuelito que mi papá tanto quería se había ido al cielo y que por eso ya no lo iba a ver nunca más. Que ahora era una estrellita que estaba arriba, bien alto y que la tenía que saludar. Incluso, hasta me mostraron una que brillaba más que todas y me dijeron que ahí estaba, mirándome. Confieso ahora, a los 24 años, que esa fue una de las mentiras más hermosas que alguna vez me hayan contado.

El asunto es que, medianamente, crecí preparado para aceptar la perdida de la vida humana. Para encontrar cierto optimismo en la partida de un ser querido, cierta aceptación matizada con la esperanza de que seguramente, su presente sería mejor allá en alguna parte donde sea que le toque estar. Creo que en el fondo sabía que era una incógnita, pero como todo lo incomprobable, siempre terminamos quedándonos con los que nos hace sentir menos mal.

Pero hete aquí que un mediodía de febrero de 2002 la abuela Eva silbó con su melodía en la puerta de casa y cuando salí me encontré con que en el canasto de su bicicleta había una bolita chiquita y negra, una perrita que de tan fea a mí me pareció hermosa y me enamoró para siempre. Fui muy feliz el tiempo que estuve con Angie en casa. Sigo sosteniendo que uno como nene no está completo hasta que tiene una mascota a la que amar.

Angie era una perrita chiquita, inquieta y rápida, tanto de todo eso que descubrió muy pronto que se podía escapar por la ventana y ganar la libertad. Como esos nenes de tribus africanas que ven una cámara por primera vez, ante la ignorancia del peligro, nunca sentí miedo. No sé me ocurría que algo malo le podía pasar.

Hasta que un domingo de noviembre del año siguiente, habíamos llegado de tomar mate en Punta Lara y papá decidió lavar el auto y yo lo ayudé y Angie escapó por la ventana y frente a mis ojos de niño iluso un 504 la pasó por encima fragmentando para siempre lo que alguna vez fue mi infancia. Hasta ese momento de mi vida, no recuerdo un día más triste.

En algún momento de esa tarde eterna, el Torre me llamó para pedirme una tarea, porque a veces el destino tiene esas cosas. Él sabía que yo no era el compañero más idóneo para consultarle asuntos del colegio, pero él me llamó y yo atendí y me encontró llorando, llorando mucho, tanto que lo asusté.

Imagino que lo asuste, bah. A lo mejor ya estaba preparado. Sí, es probable. Eso debe ser. De lo contrario no le encuentro sentido a que al otro día a las siete de la mañana, un pibe de 13 años haya esperado en la esquina del colegio, antes de entrar, para regalar un gesto de fidelidad como ese.  Esas son cosas de gente grande. Y de gente grande muy, muy buena. Ahora que soy grande lo sé.

El asunto es que el Torre me vió y no emitió ninguna palabra. Lo recuerdo patente, con las dos manos en las tiras de la mochila,  en la mañana que quería ser mañana pero todavía no era, parado en la esquina de 44 y 29, con la mirada incómoda, esperando que yo pase al lado suyo para no decir absolutamente nada y ponerme una mano en el hombro que lo dijo todo y que me hizo llorar.  Nunca le di las gracias. Creo que a él tampoco le importaba.


Como tampoco le importó que lo haga 11 años, cuatro meses y diez días después, cuando llegó, con el resto de los chicos, quince minutos después de que yo pensara y sintiera que había arrebatado una vida. Había manejado la situación como podía. Había sido un hombrecito, y cumplí al pie de la letra el procedimiento que debe cumplir cualquier buen samaritano. Pero algo adentro mío se estaba rompiendo. Él lo debe haber notado, estoy seguro, aunque esta vez tampoco se lo pregunté. Supongo que algunas cosas simplemente están destinadas a morir en un misterio. Porque de alguna manera, cuando todos me decían que ya estaba todo bien, que me quedara tranquilo, y yo empezaba a escuchar las voces cada vez más lejos y me obnubilaban las luces de la sirena de la policía, el Torre se quedó callado y me apoyó la mano otra vez, pesada, sobre mi hombro derecho. Y yo, de nuevo, esta vez  más disimulado y en silencio, no pude evitar llorar.

miércoles, 15 de julio de 2015

Hacerse hombre


Hoy se cumplen cuatro años desde que me hice hombre. Sí, cuatro años, cuando tenía 20. Ya sé que era grande, pero se dio así. Si esto lo leyera alguno de mis abuelos, mi viejo incluso, me dirían que en su época esas cosas pasaban antes; que a los 13 años uno ya tenía responsabilidades diferentes y que sé yo. A mi me tocó nacer en 1991, que le voy a hacer.

Me acuerdo que era un día feo, un viernes gris, muy frío y oscuro. No tengo todos los detalles, está claro. Igual siempre me llamó la atención la capacidad que tenemos para retener esas cosas, cuando diariamente se nos hace imposible hacer memoria de donde carajo dejamos las llaves.

Podríamos decir que la secuencia empezó con ese mensaje que me mandó mi mamá a las 12:30 del mediodía de ese viernes gris, frío y oscuro del 15 de julio de 2011, pero la verdad es que seríamos injustos, porque se empezó a gestar mucho antes y más que el comienzo, fue el final anunciado. Pero el relato arranca ahí.

Meses después le iba a reprochar a mi mamá, varias veces y de diferentes formas, que ese sms que me mandó a mí y a otras diez personas me era totalmente impersonal. Fui uno más en una cadena en la que había gente que reaccionó de diez formas diferentes, pero que a ninguno le cayó como a mí. ¿Es justo? ¿Es coherente que una persona a quien le chupa un huevo lo que está leyendo se entere de la misma manera que yo y al mismo tiempo, que mi abuelo acaba de morir? Y además las formas, ¡las formas! ¿Por un mensaje de texto!!? ¿A vos te parece!?

Con el tiempo me fui dando cuenta que toda esa bronca era una excusa, un descargo, una necesidad de culpar a alguien. Vedettismo. Mi abuelo estaba muerto. Ahí estaba la papa.

Pero volviendo al viernes gris, en ese momento perdí los detalles. Me acuerdo muy bien que estaba parado en el rincón opuesto de esta oficina en la que estoy escribiendo esto, parado junto al dispenser. Sé que llamé a alguien para confirmar la noticia, pero no me acuerdo a quien. No presté atención sí mis compañeras habían tomado nota de lo que estaba pasando; era muy nuevo entonces. La precisión de la memoria llega hasta que le dije a mi jefa que había fallecido mi abuelo y que me iba, y que Beti se ofreció a llevarme pero yo justo ya tenía en la garganta algo que me apretaba y le dije que no con la cabeza sin poder contestar.
Me acuerdo que en 3 y 529 solté alguna lágrima y después el recuerdo ya salta derecho a la cocina de mi casa vacía. En algún momento del trayecto me enteré que mi hermano, que todavía estaba en la escuela, desconocía todo el asunto y sentí, por primera vez en mi vida, el peso sobre mis hombros de tener que decir algo realmente importante.

No tengo claro cual era la comida, pero por alguna razón asumí que a mi hermano le iba a hacer bien comer antes de recibir el golpe y cuando llegó, le serví algo con un puré, que él se enterará si lee estás líneas, estaba empapado. No le dije nada, ni lloré en su presencia. Me limité a esperar que terminara de comer.
¿Cómo se hace para destruir el día de una persona que se levantó pensando que era uno como todos los demás? Esto no estaba en el contrato, viejos. Yo no le puedo hacer esto a Nico, que es lo más sagrado que tengo. Yo no estoy preparado. Sigo siendo un nene. Quiero ser un nene. Quiero volver a dormir en la cama con mis ustedes.

Pero no se puede. Y asumo que hay que ser adulto y que tengo que ser el hermano mayor que Pape se merece, cuando termine de comer. Lo hago sin ningún gesto de solemnidad, simplemente me largo a llorar como una putita maricona hasta que Pape me pregunta que me pasa y le digo que se murió, que el abuelo Eduardo está muerto y este diálogo se archiva para siempre en la memoria de los dos aunque nunca volvamos a mencionarlo. Era un secreto hasta ahora. Perdón, Nico. Tu hermano no es tan macho.
Durante las siguientes horas la vida se transformó en un torbellino de mierda del que, por alguna razón, la gente que te quiere y que no está involucrada siente que tiene que sacarte. Pero no se puede, saben que no se puede.

Ese día me hice hombre porque también entendí que mi papá además de ser un buen humano, tenía unas pelotas enormes para agarrar la primera manija del cajón de un tipo del que una vez juró no ver nunca más. Con el tiempo me di cuenta que ese día aprendí lo que significa, literalmente, poner la familia adelante, la otra mejilla.

Más adelante, todo se vuelve difuso, irreal, vintage. El viernes gris es un sábado soleado. La postal del cementerio es amarilla. Ahí me veo abrazando a mi mamá y mi abuela, que está destrozada. Veo a Pape mirando fijo a papá, que es de nuevo, el primero en tirar la tierra arriba del cajón. Por eso papá es líder. Toma las decisiones que nadie puede, ni quiere. Marca el camino.

Ojalá mi abuelo me hubiese conocido siendo periodista, me hubiese encantado que Valentina lo conozca. Más me encantaría presentarle a la versión de mi mismo hecha hombre. Lamentablemente, ambas cosas no pudieron ser contemporáneas. Y hoy, justo, se cumplen cuatro años desde aquel mediodía en la cocina donde me di cuenta que de ahí en más, me iba a importar un carajo decirle lo que siento a cualquier persona que tenga enfrente. Ese peso ya lo perdí.

miércoles, 1 de julio de 2015

Diez segundos


Sí leyeras esto al momento que lo escribí, te preguntarías que me anda pasando. Que por qué no duerme este muchacho, que estás no son horas, que mañana hay que laburar, que va. Tenés razón. Por eso te debo la verdad: esta noche me acosté muy triste.

Antes que me digan algo, no; no me equivoqué de foto. La imagen es esta. La captura que ilustra este ¿texto? ¿Ensayo? ¿Confesión? ¿Desahogo? es la correcta. No es que padezca de algún síndrome de los que algunos anuncian con alarmante liviandad por redes sociales, o que soy una jubilada de power point que no sabe bucear en Google Images. Sé que todos eligieron quedarse con una diferente. Supongo que en mi afán de sentirme importante, de jerarquizar mis defectos, podría decir que soy distinto a los demás. Aunque, honestamente, estaría faltando a la verdad.

Me quedé con ésta porque aunque ustedes no lo sepan, esa foto es el símbolo del fin del mundo con el que alguna vez llegamos a soñar. Y como todo masoquista, la pienso utilizar como un espejo de la realidad en la que nos toca habitar, como un recordatorio de lo que tuvimos y no pudimos disfrutar.

Si me sincero, bah, me confieso, debería decir ciertamente que por un momento, por diez segundos, ese mundo fue nuestro. En algún punto imaginario del Meridiano de Greenwich lo paralelo y lo anhelado se encontraron para dar inicio a una etapa efímera, pero gloriosa, que alcanza su clímax en el momento exacto en el que algún fotógrafo desconocido y mal pagado disparó su cámara atrás de un arco en Concepción.

Digo diez segundos porque el diez me parece un número hermoso, y además me encantan los números redondos. Y además (además) estoy muy triste para darle mucha rosca al balero y muy cansado como para andar retrocediendo y avanzando en algún vine recortado. Cerremos en diez, que va. Que para nuestra existencia, sigue siendo un tiempo escaso.

Sé también, amigo que has llegado a este punto, que este texto ya lo escribí muchas veces, de muchas maneras diferentes. Advierto de nuevo, como casi siempre, que este cuento, si se quiere llamarlo de esta manera, no tiene final feliz, aunque la aclaración esté de más. Derribando las estructuras literarias que yo mismo ayudo a reforzar en la facultad, esta historia encuentra su nudo cuando deja de existir.

Pero sí, claro, tiene un principio todo este verso, todo este chamuyo que ya te robó minuto y medio de lectura. No voy a ser preciso, me da pereza hacerlo, pero acordemos que sucede en algún momento del segundo tiempo entre Argentina y Paraguay. Tiene protagonistas varios y unos cuantos actores de reparto.

El primer artista es un chico rosarino, con cara de tarambana (cuantas veces me han dicho que somos parecidos!) que está parado en diagonal al arco que defiende Justo Villar. Sí la cámara pudiera rotarse y ubicarse directamente sobre su expresión, estoy seguro, sus ojos sin brillo apuntarían, paralelos, a cualquier parte. Ningún especialista en lectura de señas podría adivinar lo que está tramando, el siguiente paso que va a dar. Nada hace presagiar que está por redactar la carta magna de la redención del mundo. Y sin embargo lo hace: Messi cambia la pelota de derecha a izquierda y un ignoto jugador guaraní queda congelado en alguna parte del Ester Roa.

Al mismo tiempo, cuando la gesta lleva apenas dos segundos, una pareja de Kansas que, discutiendo, acaba de revolearse con un zapato y un velador, se miran el uno al otro de cada lado de la mesa de vidrio que ocupa el centro de su comedor. Ella moquea desconsolada y está pálida, con los ojos hinchados de tanto llorar. Él parece sacado de una adaptación teatrera barata de la vida de Edgar Allan Poe, un oficinista borracho al que acaban de echar a golpes de alguna cantina de mala muerte. En el instante en el que parece que su matrimonio empieza a cavar un pozo en el subsuelo, un jugador argentino al que ni conocen, que juega un torneo que no sabían que existía de un deporte del que se burlaron en días mejores, acaba de dibujar una hermosa gambeta, lo que sea que eso signifique. Y él hombre, alienado por una fuerza cósmica que lo supera, lo envuelve y lo humaniza, salta por encima de la mesa y besa a la mujer a la que acaba de tirarle sus mocasines con una pasión y una devoción que creían ya olvidada.

Con la mente todavía en blanco, Messi acepta con una naturalidad escalofriante que el rival al que acaba de esquivar como si fuese un cono ya no es un inconveniente para sus propósitos y sigue avanzando con la pelota pegada a la zurda. Ahora son dos los paraguayos que lo enfrentan y tras eludir a uno hamacándose a la izquierda y otro con un similar movimiento hacia el lado contrario, puntea para Javier Pastore, que lo espera en la puerta del área, incrédulo de lo que acaba de pasar. Iban cinco segundos.

En Nigeria, en un barrio en la que no existen las computadoras ni los televisores para ver los trucos del Mago Lío, Sahíra, una nena de 12 años que acaba de casarse con un hombre que no conoce y que la triplica en edad, logra desatarse las muñecas y sale corriendo, semidesnuda, por las calles de Abuya. Sahíra no llora, porque no es su naturaleza, pero francamente admite que tiene mucho miedo, sobre todo cuando ve a un policía doblar la esquina y alumbrarla con una linterna en la madrugada africana. Ella ignora que en ese momento, el mundo está en estado de gracia, y que al mismo tiempo en el que Pastore le devuelve la pared a Messi, el oficial se apiada de la niña que tiene enfrente y la arropa con su campera de la Fuerza, escoltándola hasta el edificio de la CRC, una de las pocas organizaciones que existen en África que todavía vela por el derecho infantil.

A esta altura del encuentro, el estadio de Concepción es una verdadera tumba de emociones difícilmente reconocibles. Muy pocos de los presentes asumen que acaban de ver una obra de arte, aunque lo entienden, pero simplemente no logran detener los cantos de sus almas. Ignoran que cuando Messi le devuelve la pelota al Flaco ya dentro del área, dos abuelos que hacía tiempo habían tirado la toalla encuentran sus cuerpos en una demostración de amor que excede los gestos que se regalan cada mañana. Dibujan una jugada memorable mientras desconocen absolutamente que un padre de familia en Salta, baleado seis meses atrás cuando cerraba su casa de comidas, acaba de despertarse del coma contra todos los pronósticos, porque quiere ver la final.

Más acá, militantes de La Cámpora que salían a pintar bigotes fascistas en los afiches de Mauricio Macri, se encuentran en Palermo Soho con Héctor Magnetto y aunque el Ceo no puede, se abrazan esperando para gritar el gol mientras apenas ven las acciones del partido a través de una ventana mal polarizada de un chalet que se acaba de estrenar.

Iban ocho segundos cuando Pastore le cedió el esférico por el centro a Messi y yo dejé de prestarle atención al televisor y me volqué absolutamente a Valentina, que siempre lo fue pero ahora me parecía más linda que nunca. Fue un instante, pero fue glorioso. La miré fijo y todavía dudo sí las palabras llegaron a salir de mi boca o solo las imaginé, pero estoy seguro, de alguna manera en ese momento sublime le pregunté, conmovido, extasiado, obnubilado y feliz, sí quería que, esta noche y para siempre, tengamos un bebé. Ella no se dio cuenta. Estaba atrapada, también para siempre, en la jugada mágica que estaba dibujando Lionel.

Lamentablemente para ese chico japonés que creía que podía volar y saltó hacia el vacío de la imponente Tokio, los sueños son efímeros. Lo que esta noche pasó en Concepción, la razón por la que duermo triste, esa paz de diez segundos en la que no cayeron bombas en ningún país de Oriente Medio, se cortó abruptamente cuando la pelota se fue un poco larga y Messi remató, mordido, a las manos de Villar.

jueves, 21 de mayo de 2015

Renuncio



 Apagué el despertador a la quinta o sexta vez que sonaba, con una canción que ni siquiera sabía que tenía en el teléfono. Cada vez que sacaba el brazo para pausarlo otros diez minutos, me congelaba y reforzaba la idea de no levantarme nunca. Me abrazaba a mi mismo hasta quedarme dormido otra vez. Al final, no quedó otra.

Llueve mucho. Pienso que generalmente me entusiasma que llueva, pero hoy no. No me causa gracia la idea de pasar con la camioneta y mojar a los pobres que esperan el micro. Hoy me pone triste. Además hace frío, y a mi el frío me rompe las pelotas. Me quiero lavar la cara pero no hay agua caliente. Me disfrazo con ropa enorme para abrigarme y me preparo un café con whisky. Apoyo la frente en el vidrio y queda empapada, pero no importa. Aprieto los dientes para acostumbrarme a la sensación y de paso dejo que las gotas que me caen de la nariz se confundan con las que transpira la ventana. Si no fuera un asco sería un escenario bastante poético, pienso. Pero es una escena bastante patética, la verdad.

Desde esta altura puedo ver toda la ciudad hasta donde empieza lo verde y más también. Me hace acordar a unas vacaciones con Kevin en Mar de Ajó, cuando jugando con los ascensores descubrimos por una ventana un estadio abandonado que estaba a kilómetros de distancia, escondido entre los árboles. ¿Cuántas cosas cambiaría y cuantas cambiaron desde entonces? Miro para abajo y pienso en la cantidad de gente que anda rondando por ahí, mejor y peor que yo. No es consuelo. En lo que a mi concierne hoy es un día de mierda.
 
Prendo el smart y el noticiero dice el noticiero que se murieron no sé cuantas personas. Que se inundó no sé qué villa porque explotaron al mismo tiempo un montón de tanques de agua pintados con la bandera de Boca y que los cuerpos andan flotando por ahí, sin peajes, como en la India pero con más onda. Menos mal. Desde esta altura no se alcanza a ver.

Me cayó mal el desayuno. Voy al baño y hay sangre, mucha sangre, la suficiente como para asustar a quien tiene miedo de morir. A mi la verdad no me importa. Me preocupan más las pirañas.

lunes, 30 de marzo de 2015

Las hojas del otoño


El otoño me deprime. Siempre lo hizo. Lo relaciono irremediablemente con la llegada del frío que desprecio y el comienzo de las clases, que me genera sentimientos símiles.  Y una cosa lleva a la otra, vio. Porque si hay algo que odiaba de la escuela era que mamá me limpiara con su saliva los bigotes de jugo antes de irme. ¡Como si todo el proceso no fuese una mierda ya, que todavía tenía que ir con baba de madre en la cara!

Vivir cerca del colegio tenía sus desventajas y beneficios. Ratearse hubiese sido una boludez. Nunca me tuve que tomar un micro para llegar, nunca supe cuánto valía el boleto estudiantil ni usé guardapolvo siquiera una vez. Pero lo más choto de todo el asunto, era que antes que pudiera sacarme la baba de la jeta, ya estaba en el patio, rodeado de pibes que jugaban a las bolitas, de chicas que saltaban la soga y de esas hojas que deja caer el otoño de mierda. Y no tenía más que aceptarlo. La vida era eso. Cuando miro para atrás, me relaja asumir que otros tomaron por mi esa decisión.

Sobre todo cuando me veo varios otoños más adelante corriendo por la calle de madrugada, esperando que venga algún hijo de puta a robarme para darle una patada en las pelotas. Y corro angustioso, con unas zapatillas que dan lástima, una bermuda cuyo botón explotó por la panza, la chomba celeste que extiende su cuello solapado por encima de la campera negra conformando una escena bastante ridícula. Y cuando me freno porque el asma está acabando con lo que me queda de vida, las veo. Tomándome el pelo, a escasos metros, en toda la cuadra. Disimulan, como si el hecho de que fueran testigos de los momentos más tristes de mi vida fuera una casualidad absoluta. No se mueven ni un centímetro, no hay viento que las pueda despegar. Amarillas, resecas, sin brillo. Serán testigos.

Las hojas que viola este otoño de mierda.

martes, 13 de enero de 2015

Autestima para Niños Gordos





No sé todavía cual de los dos es el momento más patético: si el primero, cuando busqué en google “Como levantar el autoestima” o el segundo momento, cuando me propuse leer atentamente lo que acababa de buscar.

Afuera hay un montón de pajaritos que parecen estar avisándose entre ellos que ya, que en cualquier momento, que guarden todo, que en instantes el cielo se hace mierda.  Al lado mío la policía que cuida la entrada cuenta que está ahorrando para irse de vacaciones a San Clemente. Dice que a su nene le encanta ir al Sacoa y a mi me encantaría decirle que en San Clemente no tenemos Sacoa sino que tenemos El Disco Rojo pero me doy cuenta que dije tenemos y también me doy cuenta que no me está contando a mi.

            Así que me concentro en mi monitor cuadrado, culón y noventoso que cada tanto parpadea y se deja teñir de rojo, de azul y de verde, según lo que mande la historia que irremediablemente tiene destino de conteiner. Hace cuatro años tengo el mismo aparato enfrente. Cuando empecé a trabajar lo veía de lejos y ahora lo tengo casi pegado a la ñata. Prácticamente no veo.

            En la búsqueda de google me saltan una encima de otra miles de sugerencias de que baje de peso y cómo hacerlo. Reviso en la barra si yo busqué “¿Cómo levantar el autoestima de un gordo?” y veo que no, entonces reviso por todos lados a ver si hay alguna cámara que le haya buchoneado al gugli que tengo varios kilos de más pero no hay nada che, nada. Parece que los flacos se estiman mucho, se ve. Claro, que nabo. Eso debe ser.

            También me lleno de anuncios de sugerencias para agrandar mi pene, con muchas fotos bastante elocuentes y vuelvo a revisar que no haya cámaras y como en los dibujitos me fijo si esto es un sueño y si traje pantalones. Los traje. Me siento tentado de entrar (para boludear claro) pero me digo que no, que sino el momento más patético sería ese y me rio, y me agrando y pienso pobres los tipos que entran ahí y se ven invadidos por virus y mails que ofrecen viagra. Me ha pasado. Es un bajón.

            En ningún lado me sugieren que trate de no chocar mi auto nuevo, ni destruir la casa que estoy cuidando, ni de hacer las dos cosas al mismo tiempo. No me sugieren rendir finales ni proyectar realidades, sino esa pajareada trascendental de viajar a India a sentirte en paz con vos mismo mientras ves la pobreza, mierda y muerte alrededor. Sólo hay fotos de musculosos pijones que deben manejar como Schumacher y no deben cuidar la casa de su abuela porque le deben pagar a alguien para que lo haga.  Y porque tienen su propia casa quinta que cuidar, of course.

            Me cae la ficha que es martes 13, martes de lluvia infinita que todavía no explota. Los pajaritos se callaron. La policía dejó de hablar de San Clemente. El monitor y el cielo se abrazan en un color rosa bebé que solo augura peores cosas. Parece que google no tiene todas las respuestas. La siguiente pregunta que pienso hacerle es como hago para cobrar sin trabajar.