miércoles, 27 de abril de 2016

Tom

Anoche tuvimos un desacuerdo con Tom.

Tom, como muchos ya deben saber, es mi perro, un cuzquito de casi tres años que nos cambió la vida a todos. Nosotros no estábamos muy decididos a tener una mascota de nuevo (las experiencias pasadas, por H o por B, no habían sido del todo exitosas) pero un día aparecí con el jagüa en casa y nadie pudo hacer mucho para evitarlo.

El hecho es que Tom, como muchos otros perros de familia, lleva una vida corta y prácticamente sin preocupaciones. Tuvo la suerte de que lo rescatara de la calle Avipa, una grupo de gente que quiere más a los animales que yo a los sanguches de milanesa, cuando apenas podía abrir los ojos. Un día fui a buscar otro perro que había visto publicado y me encontré con él, en el mostrador, que de tan confiado y feliz que estaba por el trato dispensado, se me acercó y me empezó a besar la cara. Me lo llevé (o él se vino conmigo) y desde entonces ha cumplido a rajatabla la única función que uno puede pretender de un cachorro cuando lo trae a casa: Tom da amor.

Gracias a su carisma y su inteligencia, Tom se ha ido ganando el respeto y los favores de todos, incluso de papá, símbolo de la corteza dura y del hombre con pelo en pecho. Por eso, por el triunfo de la meritocracia, Tom desde hace unos cuantos meses duerme adentro, algo que nunca otro perro había logrado en nuestra casa. Primero fue algo paulatino, un día papá lo descubrió y lo sacó, al otro día no le dijo nada y de repente a todos nos llamaría la atención no tropezarnos con él cuando nos levantamos al baño o a tomar agua.

Pero anoche tuve un desacuerdo con Tom. Uno de los primeros. He de reconocer que es lógico: prácticamente desde que nació pasó una vida sin dificultades. A lo bueno uno se acostumbra rápido, ¿No?
Lo concreto es que anoche, cuando me levanté de madrugada para tomar agua, encontré a Tom, mi perro cuzquito, durmiendo en el sillón del living, como todos los días, pero con una pequeña diferencia.
Tom temblaba.

Tom, el perro que pasó dos inviernos durmiendo en el lavadero, que hace un puñado de meses miraba la luna en primera persona y se peleaba con los gatos que lo gozaban desde la pared, ahora temblaba porque tenía frío, dentro de casa.

Lo primero que hice, instintivamente, fue taparlo con una toalla que encontré por ahí. Soltó un pequeño gruñido, de satisfacción tardía, y se dejó hundir más en el sillón. Me sorprendió tanto que tardé unos segundos en reaccionar.

Le saqué la toalla y me miró con sorpresa, como a quien lo despiertan tirándole un vaso de agua. Le abrí la puerta del patio y lo invité a irse. Instantáneamente bajó las orejas, asumiendo un error que nunca va a comprender. Insistí. Comenzamos un duelo de miradas ridículo entre un perro y un hombre en calzones.
Salió. Cerré la puerta y lo miré atrás del vidrio. Conté sesenta segundos y lo dejé entrar, mientras él lloraba.

En ese momento, Tom fue la felicidad. Durmió cómodo y calentito. La toalla quedó en el piso y ya no volvió a pedirla.

Todos necesitamos, cada cierto tiempo, que nos abran la puerta del patio.

Yo llevo durmiendo afuera casi dos meses.

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