Anoche tuvimos un desacuerdo con Tom.
Tom, como muchos ya
deben saber, es mi perro, un cuzquito de casi tres años que nos cambió
la vida a todos. Nosotros no estábamos muy decididos a tener una mascota
de nuevo (las experiencias pasadas, por H o por B, no habían sido del
todo exitosas) pero un día aparecí con el jagüa en casa y nadie pudo
hacer mucho para evitarlo.
El hecho es que Tom, como muchos otros
perros de familia, lleva una vida corta y prácticamente sin
preocupaciones. Tuvo la suerte de que lo rescatara de la calle Avipa,
una grupo de gente que quiere más a los animales que yo a los sanguches
de milanesa, cuando apenas podía abrir los ojos. Un día fui a buscar
otro perro que había visto publicado y me encontré con él, en el
mostrador, que de tan confiado y feliz que estaba por el trato
dispensado, se me acercó y me empezó a besar la cara. Me lo llevé (o él
se vino conmigo) y desde entonces ha cumplido a rajatabla la única
función que uno puede pretender de un cachorro cuando lo trae a casa:
Tom da amor.
Gracias a su carisma y su inteligencia, Tom se ha
ido ganando el respeto y los favores de todos, incluso de papá, símbolo
de la corteza dura y del hombre con pelo en pecho. Por eso, por el
triunfo de la meritocracia, Tom desde hace unos cuantos meses duerme
adentro, algo que nunca otro perro había logrado en nuestra casa.
Primero fue algo paulatino, un día papá lo descubrió y lo sacó, al otro
día no le dijo nada y de repente a todos nos llamaría la atención no
tropezarnos con él cuando nos levantamos al baño o a tomar agua.
Pero anoche tuve un desacuerdo con Tom. Uno de los primeros. He de
reconocer que es lógico: prácticamente desde que nació pasó una vida sin
dificultades. A lo bueno uno se acostumbra rápido, ¿No?
Lo
concreto es que anoche, cuando me levanté de madrugada para tomar agua,
encontré a Tom, mi perro cuzquito, durmiendo en el sillón del living,
como todos los días, pero con una pequeña diferencia.
Tom temblaba.
Tom, el perro que pasó dos inviernos durmiendo en el lavadero, que hace
un puñado de meses miraba la luna en primera persona y se peleaba con
los gatos que lo gozaban desde la pared, ahora temblaba porque tenía
frío, dentro de casa.
Lo primero que hice, instintivamente, fue
taparlo con una toalla que encontré por ahí. Soltó un pequeño gruñido,
de satisfacción tardía, y se dejó hundir más en el sillón. Me sorprendió
tanto que tardé unos segundos en reaccionar.
Le saqué la toalla
y me miró con sorpresa, como a quien lo despiertan tirándole un vaso de
agua. Le abrí la puerta del patio y lo invité a irse. Instantáneamente
bajó las orejas, asumiendo un error que nunca va a comprender. Insistí.
Comenzamos un duelo de miradas ridículo entre un perro y un hombre en
calzones.
Salió. Cerré la puerta y lo miré atrás del vidrio.
Conté sesenta segundos y lo dejé entrar, mientras él lloraba.
En ese
momento, Tom fue la felicidad. Durmió cómodo y calentito. La toalla
quedó en el piso y ya no volvió a pedirla.
Todos necesitamos, cada cierto tiempo, que nos abran la puerta del patio.
Yo llevo durmiendo afuera casi dos meses.
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