lunes, 28 de abril de 2014

Enero del noventa y nueve



Era de noche, bastante de noche porque hacía varias horas que papá me había tapado y me había metido en el sobre, bien apretado como él sabía hacerlo. Me gustaba sentirme atrapado por las sábanas, bien cubierto a pesar de que estamos hablando del calor de un veinticinco de enero. No tengo claro, y me sorprende, si el teléfono me despertó o ya me encontraba yo pensando en juguetes y esas otras cosas en las que piensan los chicos y todavía no había logrado conciliar el sueño. Si tengo bien presente que en el momento que escuché el timbrar sentí el frío ineludible que precede a una noticia desagradable.

Me levanté de un salto y caminé hasta la cocina, lo bastante rápido como para encontrar a papá sentado en el viejo comedor que ahora ya no es el mismo, con el teléfono inalámbrico en la mano, con un aplomo que todavía admiro y no comprendo. Que buen compañero debe ser para la vieja, papá digo. Así terco y todo.  Cuando lo miré, me dedicó una mirada grave que yo no solía desobedecer, pero también noté que él sabía, como yo, de donde venía la llamada.


Los años se comen los detalles, claro, pero imagino que no duró mucho el trámite. Lo suficiente como para que mamá venga corriendo de la pieza, con el corazón tan apretado de miedo como yo estaba antes con las sábanas y que entienda en una mirada que cruzó con papá y que yo no vi, lo que acababa de suceder. Mamá se desplomó contra lo que hoy sería la repisa y se llevó las manos a la cara, llorando desconsoladamente. Cuando pienso en eso, a pesar de todos los años y de que ahora haya un mueble colocado, me siento seguro de poder reconocer el lugar exacto donde estaba apoyada mi vieja y dibujar, como una sombra, su silueta invisible en la pared.

lunes, 7 de abril de 2014

José

El hombre sabio incluso cuando calla, dice más que el necio cuando habla.
Thomas Fuller.



Lo que más me duele, les juro, es que no tengo idea cuál es su nombre y para quienes convivimos con la tragedia como una posibilidad latente, significa de por si mucha carga emotiva. Miren, si de repente, este fue el último viaje y el destino, ese del cual estuvimos hablando, no vuelve a cruzarnos. Igual, secretamente yo le puse un nombre, una idealización de las comparaciones de su rostro: para mí, él se llama José Mckellen, hijo de Pekerman y Sir Ian. Obviamente, nunca se lo dije, más allá de que no lo piense como una falta de respeto. Me gusta creer que entre nosotros existe una cierta confidencia y lealtad de caballeros.

Si hay algo que destaca entre el clima que se genera entre José y yo, es que ambos sabemos palpar los momentos. Los dos nos alegramos del simple acuerdo chofer - pasajero y nos dejamos llevar por el misterio de saber si el viaje de vuelta será potestad de las palabras o de los silencios. En ocasiones, esto último necesito y de alguna manera, él lo percibe, porque enciende muy baja la radio que está sintonizada en algún blues cálido que ilumina el mudo trayecto.

Claro está, el favor es mutuo y conociendo yo la realidad de sus turnos, generalmente me muestro predispuesto al dialogo, desarchivando cada una de nuestras charlas con una reconfortante buena memoria. Y le puedo preguntar por su hija, por la jornada o el clima y José nunca se ofende, al contrario, ofrece con su habitual serenidad lo mejor de su labia. A veces filosofa y en otras me aconseja, y rio discretamente pensando que el perfil docente del técnico de Colombia le queda pintadito.

Me pregunto, esta noche, en la que José me ofreció una porción más del saber de su existencia, si imagina que yo también disfruto las charlas y las atesoro, hasta albergar en algún punto, cierto cariño paternalista algo exagerado hacia su persona. Despierta en mí las sensaciones dignas de los buenos sujetos. Si el día de mañana sucediera una catástrofe y él resultara un asesino en serie, yo sería de los primeros en clamar su inocencia, en caer víctima del estupor y de asegurar que no lo creía posible.

Cuando nos despedimos, evitando las miradas o los apretones de manos, actitud tímida y descendiente del solemne respeto que nos profesamos mutuamente, José siempre remarca que nuestra conversación le ha resultado un enorme placer. Contesto con igual cortesía y cierro la puerta suavemente. Ojalá que el próximo viaje, la remisería lo mande de vuelta. Lo recomendaría.


Pero no sé cómo se llama, la verdad.