lunes, 28 de mayo de 2012

Astros


Pero las rocas siguen sangrando y sus derrotas vos vas pagando. Nadie que entienda ya de tu herida; solo la noche se hizo tu amiga…


Ciro y Los Persas.



No me acuerdo cuando fue que me di cuenta que la vida tenía muchas cosas hermosas si estábamos dispuestos a verlas. No sé, simplemente no me acuerdo en que momento fue que mi cabeza hizo un clic. Se trató de un cambio más gradual, creo yo.  Conforme e inevitablemente fui creciendo, he ido cayendo en la cuenta que lo que yo creía problema, no era tan así e incluso me tomé la libertad de aprender que hasta lo que sienta como un problema ahora, más tarde entrará en mi lista de cosas en las que perdí tiempo y ánimo innecesariamente.  Pero bueno, se sabe que sentir es una realidad, al menos en los que tenemos corazón y no podemos evitar preocuparnos o alegrarnos de las cosas que vivimos. Sí podemos adecuarlas a nuestra filosofía, y en algo de eso estuve trabajando: Comprender que sentirse mal o bien es parte de una alternativa. Después de todo, en la vida pasé cosas relativamente negativas y de la única que no me recuperé es de la muerte de los demás.

Y en algo de eso andaba cuando nos miramos de forma diferente. O no; tal vez siempre nos vimos de la misma manera y el destino caprichoso, ese que dudo que exista, quiso que sea ahora, ni antes ni después, el momento en el que te puedo besar sin que te sorprenda. O te puedo escribir estos textos, o puedo equivocarme y remediar mis errores y poner en práctica lo hermosa que es la vida.  Pensaba en eso el otro día cuando recordé la metáfora del cielo y las estrellas, que francamente perdí donde leí. Tal vez nunca la vi en ningún lado, se me ocurrió a mí en algún sueño y en realidad soy un genio de proporciones bíblicas. Bueno, eso es improbable.

Resulta que cierta vez existió un hombre que se había enamorado del cielo. Era un tipo de ciudad, que siempre le había dedicado su tiempo al trabajo y otras banalidades. Una noche, probablemente borracho, se cayó en la calle. Estaba solo. Cuando intentó levantarse, resbaló dos o tres veces. Escupió y golpeó con fuerza, pero el piso estaba mojado y eso no iba a mejorar las cosas. Hizo un esfuerzo por razonar, que era todavía más difícil que separarse del suelo. Un paso a la vez, lento, apoyó primero los brazos y luego buscó algo de que aferrarse. Finalmente se pudo incorporar. Una vez de pie, alzó la vista al cielo. Estaba azul, limpio, inmenso. Carente de nubes. Se quedó tan fascinado con lo que veía, que el amanecer lo descubrió todavía de pie en la vereda. Desde ese entonces, le dedicaba su espacio todas las noches. Le buscó su encanto al día también, ilusionado con que su descubrimiento le abriese la puerta a todavía más sensaciones. Encontró cosas buenas, pero nada se comparaba con lo hermosa que era la noche.

Llegado el verano, preso de una rutina que no pudo abandonar, se tomó unas merecidas vacaciones para irse al campo, a descansar. Había pensando en la playa primariamente; optó por evitar los grandes conglomerados. La tarde que llegó, se dispuso a acostarse en la mecedora y leer un libro, largo y entretenido, que metaforizaba sobre la vida y los escritores nocturnos. Se perdió tanto en su lectura a la luz del farol, que el crepúsculo pasó de largo hasta convertirse en profunda negrura. Cuando nuestro hombre, que se había distraído en un deseo interno de comer algo, levantó su mirada, el libro se le cayó de las manos: Sobre él reinaba un firmamento azul oscuro, brillante, bañado por millones de estrellas.

Su primera sensación después del shock fue un nudo en la garganta, que le indicó que todavía estaba con vida. Su primera reacción, por tanto, fue limitar esas lágrimas que le brotaban, acostumbrado a la torpe idea de que las demostraciones emotivas denotan debilidad. Pero él estaba solo en ese inmenso campo vigilado por el más hermoso cielo lleno de estrellas y se dijo así mismo que pase lo que pase, tenía que permitirse disfrutarlo, aunque eso involucrase desahogar penas. 

¡Era tan perfecto el cielo con estrellas! Tanto que pasó sus vacaciones sin descansar, despierto todas las noches, tirado en el pasto mirando hacia arriba. Pero un día sin darse cuenta, descubrió que debía volver a la rutina y a la ciudad. Renovado por su nuevo tesoro, regresó con más fuerzas hasta que se chocó con la noche.

 Allí, inundado de tristeza, descubrió que el cielo no tenía estrellas. Intentó recrear el momento del primer amor, revitalizar la primera mirada, pero fue en vano. Una vez conocidas las estrellas, le pareció vacío e insulso todo lo demás.

Me vino a la mente esta metáfora porque un poco así me siento. Quizá (seguramente) sea la fragilidad del enamorado la que me lleva a ser parte de estos miedos incluso cuando estás conmigo. ¡Pero es que yo había avanzado en muchas cosas! Sabía ya que la vida era hermosa y que uno puede recuperarse de la mayoría de las sensaciones malas. Pero ahora veo que de a poco te vas volviendo cada vez más indispensable. Y me preocupan las sensaciones que se vuelven imposibles de frenar.

 Es que cada vez que te veo, siento que estoy enfrente de un cielo minado por las estrellas.


¡Bailaré, Bailarás, bailará otra vez! Que los astros te van a ver, que un buen trago nunca viene mal cuando pega la vida con tanta sed...
Ciro y Los Persas

martes, 15 de mayo de 2012

Señor Juez


Estimado Sr. Juez, le ruego a nadie se juzgue por mi muerte.



He intentando por todos los medios esquivarle a esta alternativa, todos menos siendo racional, porque considero que la razón trae aparejada una dosis no siempre respetable de indecisión. Ya que usted, mi desdichado anónimo, deberá trabajar en esta despedida sin más remedio que cumplir con su deber, por tedioso que sea, considero y creo justo pues, ser un poco ilustrativo; No me interesa que usted comprenda mi historia (a decir verdad, ya nada me interesa realmente) ni generarle una imagen de joven desdichado que justifique esta paradójica  iniciativa que conlleva a mi fin. No obstante, Señor Juez, usted en su obligación afrontará esta misiva y así, creo justo que para lidiar con el tedio, tenga presente algunas de mis pasiones que ahogaron mis razones.

Comencé a escribir a esta carta en mi mente, mientras enfilaba a paso pesado y rápido hacia la vereda. Pensé que el frio otoñal de la noche me golpearía de lleno, como un balde de agua fría, y que en minutos estaría atravesando la puerta que hacía instantes había cruzado como una flecha para pedir disculpas por mi infantil actitud. Evidentemente para usted, hombre astuto que mi honestidad moral lleva a soñar con que haya alcanzado su puesto dignamente, esta última acción solo fue una estima y yo mantuve mi paso, seguido torpemente por mi hermano que me miraba asustado, víctima de mis maltratos minutos atrás. No se atrevió a hablarme, quizá por miedo o por buen tino de respetar mi silencio. Después de todo, yo era su ejemplo y tarde o temprano daría marcha atrás, volvería a atravesar esa puerta de blindex como una flecha y pediría disculpas por mi infantil actitud.

Así había sido siempre y él no tenía razones para sospechar que esta vez sea diferente. Nadie las tenía, y eso me molestó tanto que terminó por envalentonarme. Después de todo, estoy seguro que ni siquiera usted, que afronta una segura vida rutinaria (y ruego a Dios por usted, Sr. Juez, ojalá me equivoque) gustará de ser un tipo previsible y poco práctico a las sorpresas. Así que, avanzada la calle y la noche, planee hacer de este error el último de mi vida, y de esta carta, mi última obra antes de darme muerte.

Torpe yo, Señor Juez, que todavía no enumeré mis motivos. Le ruego que me perdone, esta es la vez primera que redacto una nota de este tipo. Mis demasiados pocos años me han encontrado recitando y escribiendo versos de lo más volubles, mas nunca me vi frente a declaraciones propias de tanta jerarquía. Las adolescentes veces anteriores donde maticé analizar realmente dicha resoluta, era víctima de un vigoroso deseo de llamar mi propia atención y hablando claro, Su Señoría, no lo deseaba en realidad.

Pero esta vez puedo jurar que es diferente, Señor Juez, porque la situación no se tolera. Intenté, Dios sabe que sí, modificar lo que estaba a mi mano para poder hacer que la velada sea placentera. ¡Esta y otras tantas, que carajo! Pero no pude, al fin, preso de mis propias frustraciones.  Jugué mal y les eché la culpa a otros, actitud que desprecio en los demás y que nunca tomaría en ningún otro aspecto de mi vida. Sucede que, Su Señoría, este es uno de los aspectos que más me importa.

Ahora no sé bien quien fue, ni creo que para usted sea relevante, repito ante la duda que a nadie debe culparse por el resultado final de esta macabra obra basada en hechos reales. Creo que fue Alejandro, pero pudo ser cualquiera.  La chispa estaba encendida y cualquier destello de tímida luz burlona forzaría una llamarada. Dará por sentado que el desenlace fue inevitable. Discutimos, fui grosero, me fui sin saludar y crucé como una flecha por la puerta de blindex con destino a la calle, un camino que ya no volvería a desandar. ¿Y todo por qué? Por uno o dos goles errados y un gol que me comí atajando en el último minuto.

Y así uno descuida a sus amigos, ¿Entiende?, y  cualquier bien nacido se sentiría culpable de tamaña derrota al corazón. Sobre todo si son de esos con los que uno habla todos los días y compartió mil anécdotas. Esos que exasperan y a uno esperan, sin mayor excusa que un favor que nosotros hayamos solicitado.  Escasean estos tipos, usted sabrá bien, y no por controlar millones de expedientes en su carrera. Lo tiene presente porque si es usted un hombre de bien, como yo espero que sea, seguramente una o dos veces por semana se encontrará con ese grupo de atorrantes con los que uno se saca la camisa de plomo de la vida y sale a flotar un ratito por chismeríos de hace muchos años.

A esos tipos volví a defraudar, y la situación se me volvió insostenible. Porque esta es la primera y última vez que redacto esta carta, mas con este último acto estaré defraudando a mis amigos de nuevo.

Por eso creo, Señor Juez, que mejor este suicidio lo dejamos para otro día. La verdad, que a estos guachos no los voy a dejar con las ganas de que me caguen un poquito a pedos. Así que le pido disculpas, Su Señoría, si por error le llega esta carta y yo a usted le hice perder el tiempo. Ahora siento culpa por su persona, y los momentos de ocio que pude haberle arrebatado. Comprenderá que en su anonimato, mi culpa está un poco más dispersa. Entienda por favor que la verdad es que también, para el próximo fútbol 5 yo ya dejé paga la seña.