lunes, 7 de marzo de 2016

Gritar

Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
John Katzenbach.

Cada tanto nos pasa que la vida nos pone enfrente de una situación de mierda a la cual no le encontramos explicación o peor, la tenemos, pero nos pone un poco deprimentes. Siempre me gustó la metáfora que usa Facundo para cualquier momento semejante: Hay que subirse al caballo y pelear contra los molinos con la espada de madera, amigo, dice siempre. Me encanta. Por eso cada vez que nos toca perder a un ser querido, ver que nuestro equipo es incapaz de hacerle partido a un combinado de sacerdotes ateos o nos forzamos a entender que la persona que amamos ya no nos va a extrañar nunca más, se vuelve urgente encontrar nuestra montura y empuñar el filo invisible.


Cada cual tiene sus métodos, y las tácticas van variando en la medida de que surten o pierden efecto. En mi caso, por ejemplo, hasta no hace mucho tiempo, optaba por ponerme muy, muy en pedo. Si tenía paciencia y tiempo, la fórmula era fernet, cerveza y una medida de vodka. Claro: ni la paciencia ni el tiempo son bienes con los que contamos los que tenemos dos trabajos o más, así que generalmente aceleraba el proceso con whisky. Así me dormía. Los que no nos drogamos tenemos métodos más rebuscados, que se le va a hacer.

Llegado un momento, el sistema falló y dejó de ser efectivo. La garganta se transformó en una cinta testigo de la nostalgia que me empujaba a cerrar los ojos a cualquier precio. La tristeza es un tatuaje que a veces uno no sabe que lleva, pero que todo el mundo nota y te pregunta que significa. El alcohol siempre vuelve esa escena todavía más patética, así que un día, me decidí a desarrollar nuevos esquemas.

No fue algo buscado, más bien se trató de algo natural: una persona que nunca pregunta finalmente lo hace en el momento inadecuado y de repente ahí estaba yo, saltando en una maratón vallas que no había visto venir. Así encontré el primero de mis nuevos métodos: me subí al auto y empecé a cantar a los gritos. Era tan patético como emborracharse, pero al menos nadie se daba cuenta. Además, secretamente despuntaba uno de mis más viejos y prohibidos vicios: ser un enajenado.

A ver, no estamos hablando de ningún secreto: sobran terapeutas que lo recomiendan y películas en las que el protagonista llega a lo más alto de una montaña y grita hasta que se cae de rodillas. Siempre me pareció una resolución de lo más forzada y tuve claro que ningún grito te devuelve nada, pero cuando me bajaba del auto, me daba cuenta que muchas de mis peores cosas se quedaban ahí, incluidos los tatuajes que no quería que nadie viera.


Me bajé flotando durante bastante tiempo, hasta que un día me quedé sin voz antes de poder soltar toda la mierda. Ahí fue cuando me miré los brazos y me di cuenta que los tatuajes son para siempre. Entonces desarrollé un nuevo método, el último hasta ahora. Me subí a otro caballo, y empuñé una espada más moderna, pero también de madera: escribí una serie de confesiones y elegí publicarlas en una red social. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias!