Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
John Katzenbach.
Cada tanto nos pasa que la vida nos pone enfrente de una
situación de mierda a la cual no le encontramos explicación o peor, la tenemos,
pero nos pone un poco deprimentes. Siempre me gustó la metáfora que usa Facundo
para cualquier momento semejante: Hay que
subirse al caballo y pelear contra los molinos con la espada de madera, amigo,
dice siempre. Me encanta. Por eso cada vez que nos toca perder a un ser
querido, ver que nuestro equipo es incapaz de hacerle partido a un combinado de
sacerdotes ateos o nos forzamos a entender que la persona que amamos ya no nos va a extrañar
nunca más, se vuelve urgente encontrar nuestra montura y empuñar el filo
invisible.
Cada cual tiene sus métodos, y las tácticas van variando en
la medida de que surten o pierden efecto. En mi caso, por ejemplo, hasta no
hace mucho tiempo, optaba por ponerme muy, muy en pedo. Si tenía paciencia y
tiempo, la fórmula era fernet, cerveza y una medida de vodka. Claro: ni la
paciencia ni el tiempo son bienes con los que contamos los que tenemos dos
trabajos o más, así que generalmente aceleraba el proceso con whisky. Así me
dormía. Los que no nos drogamos tenemos métodos más rebuscados, que se le va a
hacer.
Llegado un momento, el sistema falló y dejó de ser efectivo.
La garganta se transformó en una cinta testigo de la nostalgia que me empujaba
a cerrar los ojos a cualquier precio. La tristeza es un tatuaje que a veces uno
no sabe que lleva, pero que todo el mundo nota y te pregunta que significa. El
alcohol siempre vuelve esa escena todavía más patética, así que un día, me
decidí a desarrollar nuevos esquemas.
No fue algo buscado, más bien se trató de algo natural: una
persona que nunca pregunta finalmente lo hace en el momento inadecuado y de
repente ahí estaba yo, saltando en una maratón vallas que no había visto venir.
Así encontré el primero de mis nuevos métodos: me subí al auto y empecé a
cantar a los gritos. Era tan patético como emborracharse, pero al menos nadie
se daba cuenta. Además, secretamente despuntaba uno de mis más viejos y
prohibidos vicios: ser un enajenado.
A ver, no estamos hablando de ningún secreto: sobran
terapeutas que lo recomiendan y películas en las que el protagonista llega a lo
más alto de una montaña y grita hasta que se cae de rodillas. Siempre me
pareció una resolución de lo más forzada y tuve claro que ningún grito te
devuelve nada, pero cuando me bajaba del auto, me daba cuenta que muchas de mis
peores cosas se quedaban ahí, incluidos los tatuajes que no quería que nadie
viera.
Me bajé flotando durante bastante tiempo, hasta que un día me
quedé sin voz antes de poder soltar toda la mierda. Ahí fue cuando me miré los
brazos y me di cuenta que los tatuajes son para siempre. Entonces desarrollé un
nuevo método, el último hasta ahora. Me subí a otro caballo, y empuñé una
espada más moderna, pero también de madera: escribí una serie de confesiones y
elegí publicarlas en una red social.
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