Él lo sabía: Estaba fijo. El punto negro que había logrado
divisar cuando sus ojos se hicieron uno con la penumbra no se había movido ni
un milímetro por encima suyo, en el techo de su amplio dormitorio, en contra de
sus expectativas. Los pies yacían anudados en la sábana tersa que debía
cubrirlo, causándole cierto principio de claustrofobia. O no, sino que, en
cierta forma, eso deseaba. Un pretexto para levantarse de la cama a las 3:25 de
la mañana, a poco menos de cuatro horas de estar apretujado en el colectivo. Ese
límite lo obligaba a chocarse con todas sus fuerzas contra esa pared invisible
que lo separaba de estar durmiendo. Fue en ese entonces cuando se dejó
concentrar boca arriba (posición en la que sabía, jamás lograría conciliar el
sueño) en ese punto oscuro sobre su cabeza hasta que creyó que tenía vida. El
punto, no él.
Se libró de las ataduras del lienzo que atesoraba sus pies y
de un salto grácil se alejó de la cama hasta prender la luz. Ese falso
movimiento del punto negro le despertaba una falsa necesidad de comprobar que
no se trataba de nada. En efecto, solo era una mancha, tal vez de un golpe, tal
vez de humedad. No parecía moderna sin embargo nunca había reparado en ella
hasta aquella noche, no otra sino esta. ¿Por qué ahora lo notaba y no antes,
cuando pudo hacer algo que la invitase a desaparecer?
Como un eco marchito, un golpe seco y liviano se dejó oír
sobre el cielo raso de su cocina. Se detuvo unos segundos: No hubo
réplica. Su cuerpo volvía a la cama cuando su mente lo convenció que, como
hombre de la casa, era su deber comprobar que no se tratase de nadie dispuesto
a colarse en su domicilio, aun así interiormente sepa que no era más que un gato torpe. Se sinceró, y aceptó que armarse y subir al techo no era más que
otra excusa para alejarlo de la cama, que sin ella, estaba enorme y fría. Se
preguntó porque necesitaba una coartada para escaparse: Estaba sólo, casi tan
sólo como se sentía su alma. Nadie le iba a cuestionar a donde había ido, ni
porque estaba despierto a esta hora de la madrugada faltando tan poco tiempo
para ir a trabajar.
Aun así, se vistió y con una navaja en la parte atrás de su
bermuda de jean, trepó al techo, ya más suelto de aceptarlo como distracción
más que como defensa. Naturalmente, nada ni nadie se presentaba en aquella
absurda altura más que un poco terrorífico tanque de agua. Se sentó por
sobre donde se debía hallar el umbral de su puerta de entrada y, mirando a la luna, lloró
un poco en silencio. Reflexionó, no demasiado, porque no se sentía
tan vigoroso, por más navajas que jueguen entre sus dedos. Sí ella era consciente
de sus limitaciones, ¿Por qué después de todo esperaba un cambio? Sí a una
persona le molesta algo de otra, ¿No es su propio problema solucionarlo?
Antes de intuir una respuesta de su conciencia, enemiga
número uno, se dejó seducir por la idea de saltar por los techos, de hacer una
locura que lo canse lo suficiente como para poder dormir y no volver a
despertarse. Tomó impulso, y de un salto, cayó en el tejado contiguo con el
suficiente cuidado de no hacer demasiado escándalo. Fue un éxito y se
envalentonó, porque se trataba de una acción extremo complicada. Preso de la adrenalina, sacó la navaja y miró
a su alrededor, buscando desafíos. La noche solo lo acompañaba, y el sonido de un
auto invisible que viajaba lejos, tras varias manzanas. No tenía idea de que
podía estar haciendo, pero estaba seguro de que no iba a estar acostada en su cama
para su vuelta. Ya no necesitaba excusas. A nadie le importaba su vida. Mucho
menos a él.