domingo, 27 de marzo de 2016

Sueño

"Lo que nos amenaza de verdad y cuesta más de combatir es algo que procede de nuestro interior. El impacto y el dolor de una pesadilla pueden ser mucho mayores que el de un puñetazo. Asimismo, a veces lo que duele no es tanto ese puñetazo como la emoción tras él..."
John Katzebanch.


La primera vez que me pasó fue la madrugada de año nuevo. Me acuerdo por lo inusual de la situación; yo no soy de acordarme de lo que sueño, a menos que me genere angustia. Esa vez me pasó.
Generalmente solía contar detalles como esos, sobre todo porque me permitían despegarme, desecharlos, tomar distancia entre alucinación y realidad. Sin embargo, no lo hice. No sé por qué. Supongo que me habrá parecido tan ridículo como íntimo y por eso lo mantuve en reserva hasta hoy, momento en el que intentaré dar el salto definitivo hacía alguno de los dos mundos.

En mi sueño yo abría los ojos en un inmenso blanco, que se volvía nitído hasta revelar formas, paredes, siluetas. La sabana blanca que me cubría. El radiador antiguo empotrado en la pared. El suero. La mesa de luz con caramelos, cigarros, celulares y llaveros. No las reconozco. Diviso a una enfermera, a otra; escucho a mi papá y mi hermano discutir fuera de la habitación sobre algún partido, haciendo fuerza sin éxito por hablar en voz baja. Mamá está a mi izquierda, mirando por una ventana interna que da a una suerte de patio, remanso de motores de aires acondicionados.

Me analizo. Siento responder cada parte de mi cuerpo, pero no tengo fuerza para incorporarme. Reviso en mi memoria que me llevó a tan patético escenario. Un accidente terrible, escucho por ahí. Se salvó de milagro, contaban mientras dormía. Siento la molestia del suero en mi brazo y me pregunto cuantas veces habré despertado.

Quiero hablar, hacer preguntas. Reconozco que quiero saber de alguien. Intuyo que está por ahí, o quiero intuir. Mi voz sale como un hilo, nadie me escucha.

Hago fuerza, lucho contra mis debilidades. Descubro estoy atado. Grito un nombre, o eso creo. Nadie se da vuelta. Lloro, al menos en mi cerebro. Giro la cabeza y la veo: a mi derecha hay una silla vacía, un asiento en el que esperaba encontrar a alguien que se ve, nunca apareció.

Esa noche, la primera vez que soñé con eso, encontré redención y cariño al despertarme. Disipé el miedo como quien ahuyenta una mosca en un almuerzo feliz. Lo olvidé con el tiempo, pero volví a soñarlo en febrero. A principios de marzo. Desde hace dos semanas, lo sueño todas las noches, al menos todas las que puedo dormir.

Anoche, mientras miraba la silla vacía hasta despertarme (o quedarme dormido), me pregunté si a lo mejor el sueño es este texto que estoy escribiendo y esa cama, la realidad.

Todavía no tuve respuesta.

lunes, 14 de marzo de 2016

Navidad


Los que hemos tenido la infinita suerte de tener una familia trabajadora de clase media, podemos presumir humildemente de repasar hacia atrás muchas navidades felices. No lo digo solo por los regalos, aunque está claro que cuando uno es niño tiende a no valorar la reunión parental de citas como estas. Ya de grande, claro, uno toma real dimensión de estas festividades y, por supuesto, tiende a aborrecerlas.

No obstante de eso, llevo varios días repitiendo en mi interior una versión de mi mismo de la noche del 25 de diciembre de 1999. Como tantas otras cosas que me acuerdo patente, puedo trasladarme a ese momento casi sin entrecerrar los ojos. 

La tengo presente porque esa vez le pude poner palabras a algo que había sentido (nunca tan fuerte) y no sabía cómo llamar: se llamaba ansiedad y nació desde que abrí un regalo que dentro tenía un videojuego que yo creía que era de playstation. La consola no apareció después en ningún otro paquete por lo que asumí que me la iba a encontrar en casa.

Esa fue la primera vez que me quise ir volando de lo de mi abuela. Pero todavía no era tiempo.

Lamenté como nunca haber roto todos mis relojes, porque pregunté la hora en unas dos mil veintidós ocasiones. Tan resignado estaba, tan desesperado, tan angustiante era mi situación, que opté por quedarme adentro, en la cocina, tratando de forzar al tic tac de pared para que se apure con las vueltas. No funcionó. Como tantas otras veces en mi vida, tuve que aprender que esperar no solo era la mejor opción, sino la única.

Finalmente no había una play en casa, pero sí una computadora. La consola recién me la compré con mis ahorros diez años después. Sigo sin usar relojes. El nene de ocho años que fui reapareció por estos días, mirando a cada rato el celular que llevo en el bolsillo, precavido de que se quede sin bateria, chequeando que funcionen las notificaciones. Nunca se fija la hora, pero todavía sueña. Los pibes son así. La navidad ya terminó.

Pero él todavía cree en los Reyes.

viernes, 11 de marzo de 2016

Vivir


“Cuando soplan vientos de cambio, unos buscan refugios y se ponen a salvo y otros construyen molinos y se hacen ricos”.
Claus Möller




Antes de comenzar debo confesar algo: no soy la brillante persona que creían y en términos universitarios, lo mío es bastante mediocre. Con este año que corre van a cumplirse cuatro desde que integro el Taller de Comprensión y Producción de Textos de la Facultad de Periodismo.  He tenido más alumnos que los que recuerdo y varios de ellos han superado al, por decirlo de algún modo, maestro: muchos ya tienen encuadrado, en alguna pared de su casa, un flamante título que reza que han conseguido lo que probablemente (por falta de ganas, reconozco) nunca conseguiré.

Aun así, en esa mitad de camino, en esa mediocridad si se quiere, hay alguna que otra cosa que me ha quedado clara. Entre ellas aprendí que para escribir, de esta forma arcaica aunque sea, se necesitan, además del instrumento (en este caso, una computadora) apenas tres cosas. La primera es evidente: ser alfabeto. La segunda, más razonable todavía: tener manos. La tercera, todavía más elemental: estar vivo.

Más allá de cientas de ediciones y reediciones póstumas que aparecen después de que la mano alzada del autor yace tiesa en algún ataúd, lo concreto es que todavía no hemos tenido el placer de leer ningún texto, ni siquiera un tweet de 140 caracteres, de un fallecido. Ergo, si usted está leyendo esto, es porque yo antes lo escribí, lo que implica que todavía mi cerebro recuerda el sentido de las palabras y como hilvanarlas (modestamente), mis manos permanecen en su sitio y, asma mediante, estoy respirando.

ENTONCES

¿Por qué la gente piensa que uno no está viviendo? ¿Quién les hizo creer que esto por lo que estoy pasando no es parte de la vida, también?  ¿De quién era la vida que estuve viviendo todo este tiempo?

Llevo 25 años despertándome después de cerrar los ojos. Algunas veces tardo más, otras menos; en ocasiones de mejor manera, en otras quizá lo más sensato sería permanecer acostado. Pero estoy. Vivo, respiro. Me levanto, más tarde que temprano y encaro al mundo.

Algunos días le susurro al oído: “hoy te como crudo, bombón” y en otras le pido mil disculpas por mi pobre existencia, mi vana torpeza, mi infinita bestialidad. Como todos, creo. No conozco a nadie que haya subido a un subibaja y haya conseguido equilibrarse en la mitad.

Hoy toca apoyar los pies en la tierra y ver como el mundo te mira desde arriba, del otro lado y se agarra desafiante. Qué me importa. Ya voy a volver. No se apuren. No me apuren. Déjenme tirado en el suelo. Yo me levanto. Capaz que les tire los brazos en algún momento, a lo mejor me tiemblan las muñecas, pero me voy a volver a parar. No pretendan que en una semana vivir signifique para mí lo que no significó en el último lustro. No puedo volver a ser lo que ya ni me acuerdo que fui, ni quiero ser. Todo es un proceso.


Ya nos vamos a volver a reír. Ahora estoy como corresponde estar. Tomando impulso.  Me comí un pedazo del sol alguna vez y lo tuve entre las manos. Me gustó mucho y quiero la otra parte. Creo que todavía me queda una carta. Lo que árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado, dice mi frase favorita. No pasó nada, que no decaiga: solo estoy fortaleciendo la raíz.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Ilusiones de papel



¿Querés que nos vayamos de acá? me dijo, y la verdad es que no, no hacía falta. Porque mientras estábamos ahí la gente que pasaba caminando por adelante nuestro en realidad no estaba caminando, y los animales del zoológico no se estaban moviendo, y las agujas de los relojes estaban congeladas desde hacía un rato. El resto del mundo, que ahora no existía, ya no me importaba nada.

Ver la última conexión…

Quince minutos. Ese es el tiempo que tardo ahora en elegir una tema para arrancar. Ahora sobran. No sé por qué Cerati tenía razón, no sé por qué uno se auto boicotea, pero en un mundo sin horarios, no se puede comenzar un día sin el soundtrack que lo represente. La vida es una canción eterna que cada tanto te mete un estribillo.

Ver la última conexión…

Quería bajar las ventanillas, pero los gritos mudos podrían haber despertado al resto. Primero fue un temblor en la voz, después los puños apretados peleando contra lo inevitable. Me fragmenté en mil pedazos, cada vez más chiquitos y me abracé al recuerdo de un amor extinto; exageré sentimientos ajenos hasta convertirlos en ilusiones y me abrigué de ellas, me hice una campera de esperanzas infundadas y con eso recuperé el calor, la sonrisa, las ganas, la falsa seguridad de que no había desperdiciado mi vida y de que en futuro, quizá, los sueños vuelvan a mezclarse entre dos cabezan que duermen pegadas.

Y en la noche, oscura, nublada y profunda, volví a ser presa de mis miedos, recaí en mis adicciones, en mi deporte motor. A la hora en la que antes se cocinaban los mejores besos, yo tenía que ver, quizá para siempre, la última conexión.

lunes, 7 de marzo de 2016

Gritar

Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
John Katzenbach.

Cada tanto nos pasa que la vida nos pone enfrente de una situación de mierda a la cual no le encontramos explicación o peor, la tenemos, pero nos pone un poco deprimentes. Siempre me gustó la metáfora que usa Facundo para cualquier momento semejante: Hay que subirse al caballo y pelear contra los molinos con la espada de madera, amigo, dice siempre. Me encanta. Por eso cada vez que nos toca perder a un ser querido, ver que nuestro equipo es incapaz de hacerle partido a un combinado de sacerdotes ateos o nos forzamos a entender que la persona que amamos ya no nos va a extrañar nunca más, se vuelve urgente encontrar nuestra montura y empuñar el filo invisible.


Cada cual tiene sus métodos, y las tácticas van variando en la medida de que surten o pierden efecto. En mi caso, por ejemplo, hasta no hace mucho tiempo, optaba por ponerme muy, muy en pedo. Si tenía paciencia y tiempo, la fórmula era fernet, cerveza y una medida de vodka. Claro: ni la paciencia ni el tiempo son bienes con los que contamos los que tenemos dos trabajos o más, así que generalmente aceleraba el proceso con whisky. Así me dormía. Los que no nos drogamos tenemos métodos más rebuscados, que se le va a hacer.

Llegado un momento, el sistema falló y dejó de ser efectivo. La garganta se transformó en una cinta testigo de la nostalgia que me empujaba a cerrar los ojos a cualquier precio. La tristeza es un tatuaje que a veces uno no sabe que lleva, pero que todo el mundo nota y te pregunta que significa. El alcohol siempre vuelve esa escena todavía más patética, así que un día, me decidí a desarrollar nuevos esquemas.

No fue algo buscado, más bien se trató de algo natural: una persona que nunca pregunta finalmente lo hace en el momento inadecuado y de repente ahí estaba yo, saltando en una maratón vallas que no había visto venir. Así encontré el primero de mis nuevos métodos: me subí al auto y empecé a cantar a los gritos. Era tan patético como emborracharse, pero al menos nadie se daba cuenta. Además, secretamente despuntaba uno de mis más viejos y prohibidos vicios: ser un enajenado.

A ver, no estamos hablando de ningún secreto: sobran terapeutas que lo recomiendan y películas en las que el protagonista llega a lo más alto de una montaña y grita hasta que se cae de rodillas. Siempre me pareció una resolución de lo más forzada y tuve claro que ningún grito te devuelve nada, pero cuando me bajaba del auto, me daba cuenta que muchas de mis peores cosas se quedaban ahí, incluidos los tatuajes que no quería que nadie viera.


Me bajé flotando durante bastante tiempo, hasta que un día me quedé sin voz antes de poder soltar toda la mierda. Ahí fue cuando me miré los brazos y me di cuenta que los tatuajes son para siempre. Entonces desarrollé un nuevo método, el último hasta ahora. Me subí a otro caballo, y empuñé una espada más moderna, pero también de madera: escribí una serie de confesiones y elegí publicarlas en una red social.