jueves, 21 de febrero de 2013

El diario del Abuelo Pedro - Primeras Notas


¿Por qué, en general, se rehúye la soledad? Porque son muy pocos los que encuentran compañía consigo mismos.
Carlo Dossi.

Primeras notas

   Confieso que, al momento de escribir estas líneas, no he decidido todavía que futuro les depara cuando culmine este relato.  Comienzo con todo esto como un desahogo, un grito mudo de un secreto que asfixia mi existencia. Aun así, encuentro insuficientes mis razones para la publicación de una historia que en cierta forma, vulnera la memoria del abuelo Pedro.

Digo vulnera por esos pequeños detalles, esas cosas tan personales que tenía el viejo conmigo. El hecho de que él quería que encuentre su diario, pero que solo lo haga yo y no otra persona, me significa un peso enorme sobre mis hombros. Desconozco sus razones y así será para siempre. No me queda más remedio que la subjetividad de mis suposiciones.

   Afuera llueve y mi monitor tiene de fondo una foto en blanco y negro. La escala de grises en la que se ha dejado colorear mi vida desde que el abuelo nos dejó deprime bastante, pero también le hace el juego a mis emociones. Y a mí miedo. Ahora me acompaña un vaso de whiskcola, no lo suficiente macho para tomar el whisky solo. Pienso bastante en él y en el diario, varias veces al día. Generalmente las noches me encuentran en esta misma posición frente al documento de Word en blanco, pero nunca me animo a escribir nada y terminó en ninguna parte menos en esta historia.

   Irónicamente, nunca supimos a ciencia cierta de que murió el abuelo. Eran tantos los males que lo aquejaban, agravados por un nulo combate para ahuyentarlos, que su deceso implicaba un misterio que no nos interesaba resolver. Ya no estaba, al fin y al cabo; incluso conocer ciertos detalles podía significarnos una dosis de culpa que no estábamos preparados para sostener. Lo cierto es que un mediodía lluvioso de julio, el abuelo Pedro abrió los brazos y tras un último ahogo (o desahogo, ya nunca lo sabremos) se desplomó en su cama. La abuela María había vuelto a su lado hacía muy poco tiempo, acaso previendo el final. Las ambulancias que habían venido a socorrerlo aún se oían alejándose en las calles, luego de que él luchara valientemente contra ellas. A mí no me van a llevar, siempre nos decía.

   Recuerdo un velatorio teñido de lágrimas íntimas y a mi juicio, escasas. Era evidente que el abuelo no había gastado mucho tiempo de su vida en caerle simpático a los demás.  Para mis adentros me dije que en realidad éramos más bien pocos quienes teníamos el gusto de tenerle afecto. Me hizo bien, al menos, pensar que en aquel momento tan triste y particular, no sobraba ni faltaba nadie en la escena.

Es curioso, pero esa fue la primera y última vez que vi un muerto. Nunca pensé que iba a sentir afecto por el primer cadáver que se cruce en mi vida, pero a decir verdad, uno intenta a veces negar, postergar un poco esas cosas. Sobre todo cuando es un chico. Hasta ese entonces me las había ingeniado para pasar bastante lejos del cajón en cada velatorio, algunas veces con astucia, otras con torpe evidencia. Pero aquella oportunidad, la última vez que ví a mi abuelo, no tuve alternativa.  Y no sentí rechazó, ni más tristeza porque no podía; sino una profunda melancolía por recordar cada momento en que aquellas mejillas ahora grises estaban cargadas de color, de cuantas risas me habían provocado sus labios perdidos en su rostro inexpresivo, cuantas cartas me habían escrito esas manos que ahora se aferraban sin firmeza a un pañuelo de Estudiantes. Concluí al final que lo único que quedaba de él en ese cuerpo helado era su pelo blanco, como la nieve, como las nubes, como estuvo el cielo ese día.

Fue ahí, ahora lo tengo claro, cuando pensé por primera vez en nuestro escondite secreto. Al principio lo deseché de inmediato, como si pensar en eso violentase el luto que debía mantener. Pero después me acordé del reloj y reflexioné, me hice mucho el mate la verdad. Ese reloj pulsera, con un corazón albirrojo que llevó tantos años en la muñeca y que tantas veces me había prometido cuando él se fuera. No confunda el lector un deseo frívolo por aquel objeto, lo que me inquietaba era su actualidad. Porque si ese reloj no estaba en su muñeca, cabían dos posibilidades. La primera, la más feliz, por así decirlo, es que simplemente otra persona me lo hubiese ventajeado y se lo haya sacado después de morir. No los culparía más allá de su codicia, no tenían por qué saber que ya entraba en mi herencia. Incluso, de ser así, me iba a hacer el sota, la verdad es que no estaba listo para tenerlo todavía. Pero la otra, la otra chance era una porquería. Porque si ese reloj estaba a fin de cuentas en nuestro lugar secreto, significaba una sola cosa: que mi abuelo era demasiado consiente de su muerte inminente. Probablemente, entonces, había sufrido.

Aquella reflexión me causo tal angustia, que me quebré de nuevo y me tuve que ir de la sala. No era el momento de consuelos tan bien intencionados como insultantes. Pensé bien los pasos a seguir, porque tenía claro que tampoco estaba listo para visitar la casa donde el abuelo Pedro encontró la muerte pocas horas antes, ni de ver todavía el peso de su cuerpo marcado en lo que hasta el día anterior habían sido sus sábanas. Dejé pasar ese día, y los sucesivos, hasta que perdí la cuenta de cuantos había dejado. Mientras tanto, mi abuelo me visitaba en sueños. Del reloj no tuve noticias.

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