¿Volvemos al mismo lugar, no es cierto? Cara sale la novia
eh, que bárbaro. Mirá que acá en El Señorial la podes mandar sola sin
problemas, a todos los choferes nos tienen en regla, con antecedentes y todo. O
por lo menos que la familia te ayude un poco, je. Igual lo más difícil viene
después, ahora es fácil. Bah… Sí, lo más difícil viene después. Te lo digo yo,
que llevo 52 años de casado con la misma mujer. Ahora todo es fácil. Yo tengo
67 años y ella 65. Cinco hijos, quince nietos y un bisnieto. Así nomás. La convivencia
es jodida eh, desgasta. ¿Cómo llevamos tanto tiempo juntos? Nunca nos agredimos
ni nos faltamos el respeto. Acá la joda es saber cuándo poner un freno. Siempre
que uno de los dos levante la voz tenés que decir “pará, estamos
gritando, nosotros hablamos, no gritamos”. Y si no podés, agarras y te
vas dos horas. Yo hacía eso. Agarraba el auto y me iba a cualquier parte. Y
volvía más tarde con helado, cualquier cosa. Por los hijos discutíamos, siempre
por eso. No discutíamos por otra cosa. Porque cuando decidís estar con alguien
para toda la vida, es eso. Y tenés que ponerte unas ojeras de dormir y no darle
bola al de abajo, porque siempre vas a encontrar una mina que te quiere
avanzar, algo que te complique la vida. Yo siempre en esos casos puse en el
medio a los hijos, que se yo. Fue mi método. No quería cagarle la vida a ellos.
Por eso también, te diría que el cincuenta por ciento de una relación para toda
la vida es el buen sexo. Yo, te lo digo con respeto, con mi señora y a mi edad,
estamos igual que cuando teníamos veinte. Porque es la clave. Cuando te dejan
de dar bola, ahí cagan. Por eso es tan importante. Pero, al final ese es el
problema. Porque cuando pasan los años y se afianza todo, terminamos siendo uno
solo. Y es una cagada, porque hoy por hoy yo sé que sin mi mujer no duro ni
diez días. Y creo que ella sin mí tampoco. Al menos eso quiero creer. Bueno
pibe, son cuarenta y cinco con setenta y cinco. Te salió cara la novia, nomás.
viernes, 27 de septiembre de 2013
domingo, 21 de julio de 2013
Tic Toc
En este mundo pagamos
un precio por todo cuanto conseguimos y, aunque vale la pena tener ambiciones,
éstas no se alcanzan con facilidad, sino que exigen su precio en trabajo,
abnegación, ansiedad y descorazonamiento.
Lucy Montgomery
A diferencia de lo que muchos pensarían, yo esta noche no
puedo precisar si el tic precedió al toc o viceversa. Pasé varios minutos
intentando recordarlo hasta que terminé concluyendo que su orden era poco
relevante. En el fondo invisible de la nada misma donde me hallaba inmerso, por
darle un cierto sentido de corporeidad a mi presencia esotérica, flotaban
tibias las onomatopeyas del tiempo que incluso en este universo ficticio no
dejaba de sonar.
Siempre me pareció muy desdichada la vida para los
temporizadores de las bombas. Su existencia atada eternamente a su razón de
ser, y su sentido enlazado perpetuamente con malas intenciones. Sí un reloj
explosivo cumple bien su trabajo, no volverá a correr segundos; Si no lo hace,
¿Para qué existir? De nada le vale, al fin y cabo, amargarse: Aunque quisiera
no se podría detener.
Sin que nada cambiase, todavía desaparecida la imagen física
de cual sea la forma en la que yo estaba allí, el son repetido se escuchó cada
vez más cerca de donde se supone se hallaba mi conciencia y mientras avanzaba,
aumentaba la velocidad de su nerviosa pulsación. La ansiedad de aquel latido
produjo en mis pensamientos una angustiosa sensación de proximidad con algo que
estaba a punto de terminarse. Luché contra toda idea terminal que tuviera que
ver con mi vida, pero más lo intentaba, el reloj de arena dejaba caer mayor cantidad
de grava por su abismo. Sólo cuando asumí el fin inevitable y ensayé en mi
mente una foto de una sonrisa previa a la muerte, mi alrededor comenzó a tomar
color y forma, disipando las nubes, convierto las tinieblas blancas en el techo
cercano. Mis ojos se desperezaron.
El despertador explotaba de vuelta.
miércoles, 10 de julio de 2013
Furtivo
Lo peor de la pasión es cuando pasa, cuando al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos.
Joaquín Sabina
Es justo que te cuente ahora, que la situación es propicia,
que desde que nuestra relación es historia escrita, no siempre fui tan
caballero, nobleza obliga. Hubo ciertas etapas de nuestros primeros tiempos en
las que me dejé llevar por lo que en ese entonces creía incorrecto. Entonces,
en mi temor de corromperte, me encerré en mi deseo secreto e impuro, cuidando
no exceder mis pulsaciones en cada beso para que mi situación no se vuelva
(tan) evidente.
Ahora me acuerdo con gracia, no triunfé demasiado tiempo en
aquella empresa. Siempre hubo, (puedo confesarlo a esta altura) una innata
seducción en tus labios, desde la prehistoria de nuestra relación, única parte
del cuerpo que podía mirarte el tiempo suficiente sin que nadie me acuse de
nada. Creo que conocías el dato, lo habías notado aunque nunca lo confieses.
Siempre tomé tu foto de fondo del anterior celular como la testigo de aquel
objeto sensual tácito, esa complicidad no verbal que existe entre los dos. Pero
a fin de cuentas, en aquel febrero más cálido que de costumbre tuve la certeza
de que tarde o temprano ibas a ser mía y la ansiedad se convirtió en mi mayor
enemiga. En coordinación con mis inadecuados deseos, mirarte incluso en aquella
versión tímida y lejana se me volvió una recreación permitida y recuerdo el
punto exacto donde verte de espalda se convirtió en mi pasatiempo más osado.
Todavía furtivo.
Más temprano que tarde, superados mis traumas, una noche
fuimos uno y mientras sentía tu cintura apretando contra la mía, comprendí que
mis temores eran ciertos, y que lo que antes era deseo, en adelante sería
necesidad. Dejamos a la imaginación durmiendo afuera mientras recorrí todo tu
cuerpo y vos el mío hasta que hasta el último poro de tu piel me dejó de
extrañar.
No quiero escaparme del infierno que me significa tenerte en
esa mezcla de inocencia y dominio, con tus ojos que dicen mucho más de lo que
escapa de tu boca, ese coctel que nos significó noches eternas y soles que
asoman encontrándonos despiertos. Porque en este mismo instante, mientras
rememoro nuestras proezas en la cama y fuera de ella, empiezo a padecer ese
deseo ferviente y desesperado que antes ocultaba vehemente. La diferencia es
que ahora tengo la certeza de que todo resulta mejor de lo que haya esperado
siempre.
martes, 21 de mayo de 2013
Un brote
Bertín soltó la navaja, ahora cubierta de sangre, pasmado
ante su reacción. El cuerpo le vibraba al mismo nivel que sus pensamientos,
repetitivos e incrédulos de su proceder. A su alrededor, no había más testigos
que los árboles del bosque, que permanecían inertes a tan escasa brisa. Autos
lejanos decoraban con audio la triste escena. Bertín subió a su moto sin
volverse a comprobar si esa chica ya era un cadáver y desapareció en la
penumbra.
El 27
de abril de cada año es el cumpleaños de Chiche, fecha que siempre recibían con
gusto, alegres de las concurridas fiestas que sólo él sabía organizar. Mas este
momento era diferente. Poco festivo, si se quiere. Todavía no digerían el hecho
de que Luquitas les hubiera confesado el sábado anterior que estaba tan
enfermo. Bertín no hubiese ido esa noche, pero era el cumple de Chiche- No supo
o no pudo decir no.
Cerca
de las dos de la madrugada se dejaron querer por la idea de salir de la casa
de Chiche, que tanto les recordaba a Luquitas, y enfilaron hacia el centro para
probar suerte en algún bar. La noche estaba oscura y agradable, lo que animó a
Bertín a pensar que el cambio de aire lo podía favorecer.
Finalmente
arribaron en algún tugurio y Bertín sintió que las luces y la música lo
embriagaban. Se hizo íntimo del alcohol, mientras Chiche hacia buenas migas con
una chica. Fue precisamente en el baño de aquel bar, al que acudió para
consumir Dios sabe que sustancia, donde notó que traía consigo la navaja, enana
protección hija del anterior intento de robo del que Luquitas y él fueron
víctimas.
Desaparecido
Chiche y bastante perdido en sí mismo, salió del boliche y encaró en su moto
para la zona de 60, en búsqueda de compañías contratadas. No recordaría más
tarde como acudió al lugar del crimen.
Sí tendría
por siempre acunada en la memoria, la imagen de esa mujer alta y semidesnuda,
vestida en medias rojas de red, que lo llamaba entrando al bosque. También
recordaría, aunque nunca lo confiese, como la chica se negaba a trabajar sin
ver antes el efectivo. Lo tiene claro porque en ese momento tomó con la mano
izquierda la navaja, en el bolsillo zurdo de la campera.
viernes, 19 de abril de 2013
Una Foto
Sé que no es
irreversible este proceso, pero no quiero que vaya hacia atrás.
Las Pastillas del
Abuelo.
Tardé un poco en darme cuenta de lo que estaba viendo, y
donde lo había visto antes. Me pasa, a veces, de vez en cuando, algunos
recuerdos grises se tornan oscuros para más tarde volverse difusos, tras cartón
se pierden de forma eterna en algún cajón de mi memoria.
Pero, es evidente, no
sucedió así esta vez y ahí me encontraba, rascándome la cabeza en búsqueda de
comprender porque la imagen me ponía tan triste. Algo adentro mío rechazaba la
escena.
Después lo comprendí.
Era una habitación, con una pequeña abertura a la izquierda
que llevaba a una pequeña cocina, confortable pero oxidada. Un calefón apostado
por sobre la ínfima mesada invitaba a reflexionar sobre la antigüedad de la
vivienda. Más acá, una mesa de madera, tosca, de una antigüedad nada coqueta y
no disimulada, hacía las veces de estudio, comedor y soporte de TV, debajo de
una persiana de madera blanca que hacía juego con las paredes. En la pequeña
apertura, se veía, reinaba la noche. En
el techo, un foco inserto en una lámpara redonda iluminaba con una tenue luz
amarilla que, en conjunto con las paredes, la cortina, la mesa y el calefón,
remitían a una época en la que ni existía, como si la imagen fuese tomada con
la primera cámara a color.
Un par de diarios en el piso, y en la única silla
desocupada, completaban la escena bastante depresiva. Que aun así está
inconexa. Y esto es así porque no mencioné, todavía, que sentada en la otra
silla, con la mirada fija en la ventana, hay una persona. No está mirando la
tele, que está apagada, ni está leyendo el diario, que está tirado, ni hay
platos en su mesa, desconocemos si existen en su alacena, por lo que tampoco
está cenando. Al parecer, su única ocupación es mirar a través de la apertura
que se extiende delante suyo y de la que no se deja percibir ningún reflejo en
sus ropas que de tan actuales parecen pasadas de moda. Porque, sin embargo, por
lúgubre que sea el ambiente, más antiguo que todo parezca, la escena no deja
dudas: Esto todavía no sucedió.
Y exprimo certeza de aquello, porque puedo reconocer al protagonista,
que soy yo. No me engaña la notable pérdida de cabello, ni esos cuantos kilos
menos. Me reconozco en la mirada, triste y perdida, en la ausencia de
ambiciones, en la soledad absoluta de una foto que no existe y que el destino
pudo haber sacado sola: Es la foto de un futuro sin vos. Por eso no me gusta nada.
lunes, 18 de marzo de 2013
Confuso
Tienes que encontrar
alguna manera de decirlo sin decir lo mismo.
Duke Ellington
Ahora que lo decís, me acuerdo que la primera vez que me
perdí, no necesite ni mapas, ni brújulas ni un celular con GPS. Sí me urgía
tomar aire, que me faltaba, porque después de todo, tenía esperanzas de seguir
con vida. Tengo grabado el reflejo instantáneo, el momento preciso y hasta
quizá imaginado, de tus ojos atravesando por primera vez los míos, amenazando
para siempre mis posibilidades de respirar.
Se ve que me mantuve con vida (los recuerdos, de tan
empalagosos, a veces se vuelven difusos) porque haciendo memoria, me doy cuenta
que tardé en caer en la cuenta varios calendarios. En caer que aquella fue la
primera vez, digo. Aunque ahora que remuevo un poco, capaz que nunca me
encontré, quien te dice. Capaz que sigo perdido. No sería de extrañar. Escribir este tipo de cosas le hace el juego a
la perplejidad.
La conciencia del pseudo extravío me hace sentir (todavía)
bastante más chiquito, trazando paralelismo, mucho más de lo que me sentí esa
noche en aquella esquina. La de la primera vez, digo. Y déjame denunciarle una
vaguedad en mi relato sobre el susodicho crepúsculo, porque yo te hablo de la
esquina, pero tengo bien claro que cuando te vi cruzar la calle, a mí se me
desfondó el piso y no había esquina, ni había mundo, ni multiverso que me haga
sentir las rodillas hechas de gelatina.
Yo noté, en ese momento que tal vez haya sido inventado, que
tu mirada también reflejaba miedo y quizá hasta un dejo juvenil de saber que lo que estábamos haciendo no iba
con nosotros, como un chico que se pone un traje que hacía horas era del papá. Pero
no pude arribar a una conclusión precisa ni confortable, porque después lo
supe, ya me había extraviado.
Aunque ahora no me decido si ya
estaba perdido y esa noche, la primera que nos vimos, finalmente me pude encontrar.
jueves, 21 de febrero de 2013
El diario del Abuelo Pedro - Primeras Notas
¿Por qué, en general,
se rehúye la soledad? Porque son muy pocos los que encuentran compañía consigo
mismos.
Carlo Dossi.
Primeras notas
Confieso que, al momento de escribir estas líneas, no he decidido
todavía que futuro les depara cuando culmine este relato. Comienzo con todo esto como un desahogo, un
grito mudo de un secreto que asfixia mi existencia. Aun así, encuentro
insuficientes mis razones para la publicación de una historia que en cierta
forma, vulnera la memoria del abuelo Pedro.
Digo vulnera por esos pequeños
detalles, esas cosas tan personales que tenía el viejo conmigo. El hecho de que
él quería que encuentre su diario, pero que solo lo haga yo y no otra persona,
me significa un peso enorme sobre mis hombros. Desconozco sus razones y así
será para siempre. No me queda más remedio que la subjetividad de mis
suposiciones.
Afuera llueve y mi monitor tiene de fondo una foto en blanco y negro. La
escala de grises en la que se ha dejado colorear mi vida desde que el abuelo
nos dejó deprime bastante, pero también le hace el juego a mis emociones. Y a
mí miedo. Ahora me acompaña un vaso de whiskcola, no lo suficiente macho para
tomar el whisky solo. Pienso bastante en él y en el diario, varias veces al
día. Generalmente las noches me encuentran en esta misma posición frente al
documento de Word en blanco, pero nunca me animo a escribir nada y terminó en
ninguna parte menos en esta historia.
Irónicamente, nunca supimos a ciencia cierta de que murió el abuelo.
Eran tantos los males que lo aquejaban, agravados por un nulo combate para
ahuyentarlos, que su deceso implicaba un misterio que no nos interesaba
resolver. Ya no estaba, al fin y al cabo; incluso conocer ciertos detalles
podía significarnos una dosis de culpa que no estábamos preparados para
sostener. Lo cierto es que un mediodía lluvioso de julio, el abuelo Pedro abrió
los brazos y tras un último ahogo (o desahogo, ya nunca lo sabremos) se
desplomó en su cama. La abuela María había vuelto a su lado hacía muy poco
tiempo, acaso previendo el final. Las ambulancias que habían venido a
socorrerlo aún se oían alejándose en las calles, luego de que él luchara
valientemente contra ellas. A mí no me van a llevar, siempre nos decía.
Recuerdo un velatorio teñido de lágrimas íntimas y a mi juicio, escasas.
Era evidente que el abuelo no había gastado mucho tiempo de su vida en caerle
simpático a los demás. Para mis adentros
me dije que en realidad éramos más bien pocos quienes teníamos el gusto de
tenerle afecto. Me hizo bien, al menos, pensar que en aquel momento tan triste
y particular, no sobraba ni faltaba nadie en la escena.
Es curioso, pero esa fue la
primera y última vez que vi un muerto. Nunca pensé que iba a sentir afecto por
el primer cadáver que se cruce en mi vida, pero a decir verdad, uno intenta a
veces negar, postergar un poco esas cosas. Sobre todo cuando es un chico. Hasta
ese entonces me las había ingeniado para pasar bastante lejos del cajón en cada
velatorio, algunas veces con astucia, otras con torpe evidencia. Pero aquella
oportunidad, la última vez que ví a mi abuelo, no tuve alternativa. Y no sentí rechazó, ni más tristeza porque no
podía; sino una profunda melancolía por recordar cada momento en que aquellas
mejillas ahora grises estaban cargadas de color, de cuantas risas me habían
provocado sus labios perdidos en su rostro inexpresivo, cuantas cartas me
habían escrito esas manos que ahora se aferraban sin firmeza a un pañuelo de
Estudiantes. Concluí al final que lo único que quedaba de él en ese cuerpo
helado era su pelo blanco, como la nieve, como las nubes, como estuvo el cielo
ese día.
Fue ahí, ahora
lo tengo claro, cuando pensé por primera vez en nuestro escondite secreto. Al principio lo
deseché de inmediato, como si pensar en eso violentase el luto que debía
mantener. Pero después me acordé del reloj y reflexioné, me hice mucho el mate
la verdad. Ese reloj pulsera, con un corazón albirrojo que llevó tantos años en
la muñeca y que tantas veces me había prometido cuando él se fuera. No confunda
el lector un deseo frívolo por aquel objeto, lo que me inquietaba era su
actualidad. Porque si ese reloj no estaba en su muñeca, cabían dos
posibilidades. La primera, la más feliz, por así decirlo, es que simplemente
otra persona me lo hubiese ventajeado y se lo haya sacado después de morir. No
los culparía más allá de su codicia, no tenían por qué saber que ya entraba en
mi herencia. Incluso, de ser así, me iba a hacer el sota, la verdad es que no
estaba listo para tenerlo todavía. Pero la otra, la otra chance era una
porquería. Porque si ese reloj estaba a fin de cuentas en nuestro lugar
secreto, significaba una sola cosa: que mi abuelo era demasiado consiente de su
muerte inminente. Probablemente, entonces, había sufrido.
Aquella reflexión me causo tal
angustia, que me quebré de nuevo y me tuve que ir de la sala. No era el momento
de consuelos tan bien intencionados como insultantes. Pensé bien los pasos a
seguir, porque tenía claro que tampoco estaba listo para visitar la casa donde
el abuelo Pedro encontró la muerte pocas horas antes, ni de ver todavía el peso
de su cuerpo marcado en lo que hasta el día anterior habían sido sus sábanas.
Dejé pasar ese día, y los sucesivos, hasta que perdí la cuenta de cuantos había
dejado. Mientras tanto, mi abuelo me visitaba en sueños. Del reloj no tuve
noticias.
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