Bienvenidos al Final
domingo, 29 de mayo de 2016
miércoles, 27 de abril de 2016
Tom
Anoche tuvimos un desacuerdo con Tom.
Tom, como muchos ya deben saber, es mi perro, un cuzquito de casi tres años que nos cambió la vida a todos. Nosotros no estábamos muy decididos a tener una mascota de nuevo (las experiencias pasadas, por H o por B, no habían sido del todo exitosas) pero un día aparecí con el jagüa en casa y nadie pudo hacer mucho para evitarlo.
El hecho es que Tom, como muchos otros perros de familia, lleva una vida corta y prácticamente sin preocupaciones. Tuvo la suerte de que lo rescatara de la calle Avipa, una grupo de gente que quiere más a los animales que yo a los sanguches de milanesa, cuando apenas podía abrir los ojos. Un día fui a buscar otro perro que había visto publicado y me encontré con él, en el mostrador, que de tan confiado y feliz que estaba por el trato dispensado, se me acercó y me empezó a besar la cara. Me lo llevé (o él se vino conmigo) y desde entonces ha cumplido a rajatabla la única función que uno puede pretender de un cachorro cuando lo trae a casa: Tom da amor.
Gracias a su carisma y su inteligencia, Tom se ha ido ganando el respeto y los favores de todos, incluso de papá, símbolo de la corteza dura y del hombre con pelo en pecho. Por eso, por el triunfo de la meritocracia, Tom desde hace unos cuantos meses duerme adentro, algo que nunca otro perro había logrado en nuestra casa. Primero fue algo paulatino, un día papá lo descubrió y lo sacó, al otro día no le dijo nada y de repente a todos nos llamaría la atención no tropezarnos con él cuando nos levantamos al baño o a tomar agua.
Pero anoche tuve un desacuerdo con Tom. Uno de los primeros. He de reconocer que es lógico: prácticamente desde que nació pasó una vida sin dificultades. A lo bueno uno se acostumbra rápido, ¿No?
Lo concreto es que anoche, cuando me levanté de madrugada para tomar agua, encontré a Tom, mi perro cuzquito, durmiendo en el sillón del living, como todos los días, pero con una pequeña diferencia.
Tom temblaba.
Tom, el perro que pasó dos inviernos durmiendo en el lavadero, que hace un puñado de meses miraba la luna en primera persona y se peleaba con los gatos que lo gozaban desde la pared, ahora temblaba porque tenía frío, dentro de casa.
Lo primero que hice, instintivamente, fue taparlo con una toalla que encontré por ahí. Soltó un pequeño gruñido, de satisfacción tardía, y se dejó hundir más en el sillón. Me sorprendió tanto que tardé unos segundos en reaccionar.
Le saqué la toalla y me miró con sorpresa, como a quien lo despiertan tirándole un vaso de agua. Le abrí la puerta del patio y lo invité a irse. Instantáneamente bajó las orejas, asumiendo un error que nunca va a comprender. Insistí. Comenzamos un duelo de miradas ridículo entre un perro y un hombre en calzones.
Salió. Cerré la puerta y lo miré atrás del vidrio. Conté sesenta segundos y lo dejé entrar, mientras él lloraba.
En ese momento, Tom fue la felicidad. Durmió cómodo y calentito. La toalla quedó en el piso y ya no volvió a pedirla.
Todos necesitamos, cada cierto tiempo, que nos abran la puerta del patio.
Yo llevo durmiendo afuera casi dos meses.
Tom, como muchos ya deben saber, es mi perro, un cuzquito de casi tres años que nos cambió la vida a todos. Nosotros no estábamos muy decididos a tener una mascota de nuevo (las experiencias pasadas, por H o por B, no habían sido del todo exitosas) pero un día aparecí con el jagüa en casa y nadie pudo hacer mucho para evitarlo.
El hecho es que Tom, como muchos otros perros de familia, lleva una vida corta y prácticamente sin preocupaciones. Tuvo la suerte de que lo rescatara de la calle Avipa, una grupo de gente que quiere más a los animales que yo a los sanguches de milanesa, cuando apenas podía abrir los ojos. Un día fui a buscar otro perro que había visto publicado y me encontré con él, en el mostrador, que de tan confiado y feliz que estaba por el trato dispensado, se me acercó y me empezó a besar la cara. Me lo llevé (o él se vino conmigo) y desde entonces ha cumplido a rajatabla la única función que uno puede pretender de un cachorro cuando lo trae a casa: Tom da amor.
Gracias a su carisma y su inteligencia, Tom se ha ido ganando el respeto y los favores de todos, incluso de papá, símbolo de la corteza dura y del hombre con pelo en pecho. Por eso, por el triunfo de la meritocracia, Tom desde hace unos cuantos meses duerme adentro, algo que nunca otro perro había logrado en nuestra casa. Primero fue algo paulatino, un día papá lo descubrió y lo sacó, al otro día no le dijo nada y de repente a todos nos llamaría la atención no tropezarnos con él cuando nos levantamos al baño o a tomar agua.
Pero anoche tuve un desacuerdo con Tom. Uno de los primeros. He de reconocer que es lógico: prácticamente desde que nació pasó una vida sin dificultades. A lo bueno uno se acostumbra rápido, ¿No?
Lo concreto es que anoche, cuando me levanté de madrugada para tomar agua, encontré a Tom, mi perro cuzquito, durmiendo en el sillón del living, como todos los días, pero con una pequeña diferencia.
Tom temblaba.
Tom, el perro que pasó dos inviernos durmiendo en el lavadero, que hace un puñado de meses miraba la luna en primera persona y se peleaba con los gatos que lo gozaban desde la pared, ahora temblaba porque tenía frío, dentro de casa.
Lo primero que hice, instintivamente, fue taparlo con una toalla que encontré por ahí. Soltó un pequeño gruñido, de satisfacción tardía, y se dejó hundir más en el sillón. Me sorprendió tanto que tardé unos segundos en reaccionar.
Le saqué la toalla y me miró con sorpresa, como a quien lo despiertan tirándole un vaso de agua. Le abrí la puerta del patio y lo invité a irse. Instantáneamente bajó las orejas, asumiendo un error que nunca va a comprender. Insistí. Comenzamos un duelo de miradas ridículo entre un perro y un hombre en calzones.
Salió. Cerré la puerta y lo miré atrás del vidrio. Conté sesenta segundos y lo dejé entrar, mientras él lloraba.
En ese momento, Tom fue la felicidad. Durmió cómodo y calentito. La toalla quedó en el piso y ya no volvió a pedirla.
Todos necesitamos, cada cierto tiempo, que nos abran la puerta del patio.
Yo llevo durmiendo afuera casi dos meses.
jueves, 21 de abril de 2016
Ambiciones
ACLARACIÓN INICIAL
Lo que estás por leer no es un cuento, ni es un relato. No es ficción, ni una parábola bíblica. No es un retazo de un libro de Ari Paluch. Lo que escribo a continuación es mi mejor consejo. Dejalo, o seguí leyendo.
Hasta hace no mucho tiempo, creía que la ambición era una palabra muy, muy buena. Cada vez que yo estaba por cometer un error, encontraba a la ambición como mi mejor aliada contra la lógica, el amor y la coherencia. Siempre era mi excusa, así dividí al mundo: ambiciosos y conformistas. Así le dí para adelante.
Claro que ahora entiendo que la palabra ambición sigue siendo una de las buenas, una de las lindas, en su justa medida, en su debido enfoque. Pasa que en mi diccionario, al lado había una palabra chiquita, un tanto borroneada porque me daba (y me da) vergüenza, tanto que ya no se puede leer. No recuerdo puntualmente el término, pero algo tenía que ver con un billete.
Como muchos otros pelotudos que habitamos el mundo, en algún momento entre la vida y la muerte me dejé convencer por la idea de que me iba bien porque todos los meses encontraba en mis cuentas unas cuantas ambiciones nuevas. Creía que esas ambiciones compraban casas y autos, pero no entendía, no en términos mercantilistas sino emocionales, que no compran la gente que los habita.
En esos tiempos de billeteras gordas, yo cobijaba en mis adentros un oscuro deseo con el que fantaseaba a diario: ganarme muchos millones en la lotería y así, comprarme muchas casas enormes, a medida, autos cómodos y veloces. Aunque nunca jugué a la lotería.
Cuando tenía 21 años, ambicionaba con ser el mejor periodista de todos los tiempos. Con escribir libros y que la gente se enamore de mi voz (literaria). Quería ser un papá joven, un divertido y alegre papá joven, como fue el mío, y mis ambiciones no pasaban de esas, de enamorarme de una chica linda y hacer reír a mis amigos los viernes.
Ahora resulta que tengo 25 y ya dejé de creer que podía ser un periodista destacable, al menos. Me conformo con que los hinchas de Gimnasia y Estudiantes no me puteen por twitter. Escribo estados en el caralibro. Ya no voy a ser un papá joven, mucho menos alegre y a mis amigos los aburro tanto que cada tanto fantaseo con que tienen otro grupo paralelo de what’s app para no invitarme.
¿Cuándo fue que me convencieron de ser un pelotudo? ¿Cómo fue que no me di cuenta lo que me perdía a mi alrededor?
No dejes nunca que la plata te diga lo que tenés que hacer. No dejes nunca de seducir, de seducirte, de enamorarte de cosas que públicamente te darían vergüenza. No seques tus venas de sangre, no dejés de creer que podés cambiar el mundo, aunque el mundo todos los días te demuestre que es una mierda. Lleva a esa chica que te gusta a cenar, hacela sentir especial, importante. No esperes que el chico con el que te pasan cosas acelere, porque a lo mejor es un cagón que no se anima a decirte lo mucho que te quiere. Yo sé por que te lo digo: sino después terminas soñando con loterías.
Y otro día, cuando ya es muy tarde, te encontrás solo en una plaza, ambicionando compañía mientras el sol se va andá a saber donde.
lunes, 18 de abril de 2016
El Mercado de Almas
Cuando entramos, además del calor que se diferenciaba de la noche cubierta, me golpeó la inmensidad del pequeño universo que desconocía y ahora tenía frente a mis ojos. Alguna vez fue un hogar fastuoso, en otra oportunidad una casa vieja; ahora era una pasarela interminable de personajes variopintos, de sombras de versiones de estudiantes, buscavidas, gerentes y banqueros.
Gastón me guía y la marea nos lleva a escenas repetidas en patios diferentes. La iluminación es tenue; mira desde arriba una araña de luces que nunca sintieron el beso eléctrico de un interruptor. Camino maravillado ante el festival de lujuria que me rodea: besos húmedos e infinitos entre dos almas que en 8 y 50 jamás se prestarían la hora.
Siento las zapatillas adherirse al suelo, pero no me detengo: me hipnotiza la imagen de una tortuga que carga un oso panda que se frota con un camaleón. Dos rubias a las que mi compañero define como sus tías intentan tras la barra seducir a un bartender rastafari que viste camisa y corbata. Quizá lo consigan: reina en el ambiente un sombrío optimismo sin lógicas ni compromisos.
Adentrada la noche un pelado al que bautizamos Dertycia se hace presente. Se pavonea que causa gracia y se nota que es habitué. Más tarde justificaría sus pasos bajo la premisa de “Es sábado, hay que hacer la de Nisman. Tiro en la nuca” (Sic).
Adopto un hueco al costado de una viga y dedico todos mis sentidos a la exploración. Se desata un circo de miradas y deseos, de provocación explicita, de sonrisas que van y vienen, de roces sin perspectivas de género.
En algún lugar del mundo, quizá en otro universo no tan lejano, algún enamorado se arrodilla con una promesa eterna, incoherente y ficticia. Acá, en el mundo irreal, el mercado de almas, Tinder analógico que me abraza y me asfixia, me aprisiona y me entretiene, la vida es otra cosa. Esto es un experimento, me digo, y me voy a un baño dos estrellas en el que todos te miran el pito. Ahí me encuentro con Dertycia tomando una cocaína que asegura, viene de Maldivas.
¿Cómo una distancia de diez metros puede ser tan extensa? En el trayecto dejo de escuchar las voces y me enfoco en la música: este lugar es uno de esos donde tocar la guitarra invisible no resulta un anticonceptivo. Todo aspecto, todo gesto, todo vínculo que no traiga aparejada una connotación sexual fallece en el anonimato. Gastón le pregunta a Dertycia, que reaparece y desaparece con esoterismo bailable, si está a gusto con el ambiente. Yo me hacia la paja con este tema y la revista 7 Días, nos contesta el pelado. Nos reímos y él parece no entender la gracia, pero tampoco le interesa.
Quiero contarle a alguien sobre lo que estoy viendo, pero al ver la hora, descubro que la señal de mi celular desaparece en una suerte de Triangulo de las Bermudas. Linda Hamilton, la de Terminator, se cruza ante nosotros. Son las seis de la mañana y todavía entran rulos, gorditos, sexagenarios y motoqueras. Con Gastón encaramos a la salida y otra vez el frío nos golpea la jeta. Miro hacia atrás con nostalgia masoquista y me doy cuenta que acabo de salir de la Ciudad Gótica de Joel Schumacher.
Cerca del auto, un taxista me recuerda que existe Uber, Mauricio, la droga Superman, el desamor y la miseria. Por un momento entiendo a Dertycia: el mundo ha vivido equivocado. El verdadero mercado de almas me esperaba hoy al volver a mis tareas.
miércoles, 13 de abril de 2016
Anoche me pegaron un tiro
Cuando era chico desarrollé sin proponérmelo un método casi infalible para evitarme problemas: me mordía la lengua. Cada vez que alguien me fastidiaba, en cada momento que sentía los nudillos endurecerse, aparecía la mordida, instinto de supervivencia que me anticipa el dolor que podía venir y me decía cálmate, nene, bajá a la realidad.
Pero anoche me pegaron un tiro.
Siempre fue motivo de burla de mis amigos y compañeros el hecho de verme mordiendo la lengua. Traté de acompañar esas risas. No me molestaba, la verdad. Internamente sabía que algo dentro mío me estaba cuidando, protegiéndome de un mundo exterior que todos los días buscaba provocarme. Y estaba agradecido de mi exótica vacuna para la cordura.
Hasta que anoche me pegaron un tiro.
En realidad no empezó anoche. Hace tres años, después de un debate ignoto en la facultad que me crispó los nervios, alguien tomó nota de mi lengua curtida por años de frustraciones. En ese instante lo que me devolvió la cordura no fue la mordida, sino la vergüenza. Me propuse dejar de hacerlo, cueste lo que cueste.
Pero a lo mejor si no lo hacía, anoche no me pegaban un tiro.
Desde ese día, estalla cada tanto en mí un escenario de violencia sin fines de lucro. Perdí el filtro que controlaba mis emociones, la barrera que separaba al hombre de los primates. Abierta la jaula, salí desnudo a un mundo al que le encanta ver, señalar y justificar la pornografía.
Capaz que estaba buscando que me peguen un tiro.
Cuando fui a la estación de servicio pasadas las tres de la mañana, sabía perfectamente que estaba jugando al límite del reglamento. El cajero tenía cara de dormido, el local únicamente iluminado por la luz de las heladeras y un televisor de tubo que pasaba una película que no estaba mirando nadie. Había olor a café, pero no había tazas en ninguna parte.
Saqué una Coca de la heladera y me acerqué al mostrador. No había dicho buenas noches ni me habían prestado demasiada atención. De repente los ojos del cajero se entrecerraron y las pupilas se le dilataron. No podía precisar de que manera, pero el olor a café se transformó en la fragancia del miedo. Sentí un golpe seco en la espalda. Una amenaza y una derrota. Que fácil que es la vida para algunos, pensé.
Dejé mi billetera en el mostrador, el celular y las llaves del auto. ‘Quedate quieto’, me dijo y al cajero le pidió la caja a cambio de mi vida. El laburo de un día contra la vida de un desconocido. En otro momento no hubiese dudado, pero dados los acontecimientos recientes en el mundo, me dejé convencer por la idea de que mi existencia pendía de un hilo. Fue como una sensual inyección de adrenalina.
El pobre pibe dejó toda la recaudación en el mostrador, arriba de mis cosas, y levantó las manos como si fuese una película. Ahí fue la primera vez que vi a mi captor, que dejó de apuntarme y se me adelantó para hacerse con el botín. Era bastante alto y tenía la cabeza tapada por la capucha. Ahí se me ocurrió una idea y obtuve la segunda certeza.
Me di cuenta de que esa noche me iban a pegar un tiro.
No me mordí la lengua. A lo mejor, mirando mi vida para atrás, pensando en las personas que amo, hubiese sido la opción más respetable. Pero eso puedo decirlo ahora, porque yo en ese momento no estaba pensando. En ese entonces lo único que pensaba es que adelante mío tenía al tipo que iba a terminar con mi vida, y quizá la del pobre cajero que hizo lo que podía para que eso no se concrete.
Le di una patada atrás de las rodillas. Fuerte, concreta, precisa. El asaltante cayó, hincado, lleno de ira y sorpresa. Pero la bestia que había dentro mío no le dio chance. Lo agarré de la capucha y le partí la cabeza contra el mostrador. Una, dos, tres, cinco, diez veces. La última fue por placer: ya no se movía.
Agarré mis cosas entre la recaudación y un mostrador cinematográfico pintado con sangre. El cajero no hablaba, ni se atrevía a mirarme: fijó la vista en la película en el televisor de tubo. Yo esquivé el bulto que ahora ensuciaba el piso y manso, me fui tranquilo.
Horas después, también anoche, me pegaron un tiro.
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