miércoles, 1 de julio de 2015

Diez segundos


Sí leyeras esto al momento que lo escribí, te preguntarías que me anda pasando. Que por qué no duerme este muchacho, que estás no son horas, que mañana hay que laburar, que va. Tenés razón. Por eso te debo la verdad: esta noche me acosté muy triste.

Antes que me digan algo, no; no me equivoqué de foto. La imagen es esta. La captura que ilustra este ¿texto? ¿Ensayo? ¿Confesión? ¿Desahogo? es la correcta. No es que padezca de algún síndrome de los que algunos anuncian con alarmante liviandad por redes sociales, o que soy una jubilada de power point que no sabe bucear en Google Images. Sé que todos eligieron quedarse con una diferente. Supongo que en mi afán de sentirme importante, de jerarquizar mis defectos, podría decir que soy distinto a los demás. Aunque, honestamente, estaría faltando a la verdad.

Me quedé con ésta porque aunque ustedes no lo sepan, esa foto es el símbolo del fin del mundo con el que alguna vez llegamos a soñar. Y como todo masoquista, la pienso utilizar como un espejo de la realidad en la que nos toca habitar, como un recordatorio de lo que tuvimos y no pudimos disfrutar.

Si me sincero, bah, me confieso, debería decir ciertamente que por un momento, por diez segundos, ese mundo fue nuestro. En algún punto imaginario del Meridiano de Greenwich lo paralelo y lo anhelado se encontraron para dar inicio a una etapa efímera, pero gloriosa, que alcanza su clímax en el momento exacto en el que algún fotógrafo desconocido y mal pagado disparó su cámara atrás de un arco en Concepción.

Digo diez segundos porque el diez me parece un número hermoso, y además me encantan los números redondos. Y además (además) estoy muy triste para darle mucha rosca al balero y muy cansado como para andar retrocediendo y avanzando en algún vine recortado. Cerremos en diez, que va. Que para nuestra existencia, sigue siendo un tiempo escaso.

Sé también, amigo que has llegado a este punto, que este texto ya lo escribí muchas veces, de muchas maneras diferentes. Advierto de nuevo, como casi siempre, que este cuento, si se quiere llamarlo de esta manera, no tiene final feliz, aunque la aclaración esté de más. Derribando las estructuras literarias que yo mismo ayudo a reforzar en la facultad, esta historia encuentra su nudo cuando deja de existir.

Pero sí, claro, tiene un principio todo este verso, todo este chamuyo que ya te robó minuto y medio de lectura. No voy a ser preciso, me da pereza hacerlo, pero acordemos que sucede en algún momento del segundo tiempo entre Argentina y Paraguay. Tiene protagonistas varios y unos cuantos actores de reparto.

El primer artista es un chico rosarino, con cara de tarambana (cuantas veces me han dicho que somos parecidos!) que está parado en diagonal al arco que defiende Justo Villar. Sí la cámara pudiera rotarse y ubicarse directamente sobre su expresión, estoy seguro, sus ojos sin brillo apuntarían, paralelos, a cualquier parte. Ningún especialista en lectura de señas podría adivinar lo que está tramando, el siguiente paso que va a dar. Nada hace presagiar que está por redactar la carta magna de la redención del mundo. Y sin embargo lo hace: Messi cambia la pelota de derecha a izquierda y un ignoto jugador guaraní queda congelado en alguna parte del Ester Roa.

Al mismo tiempo, cuando la gesta lleva apenas dos segundos, una pareja de Kansas que, discutiendo, acaba de revolearse con un zapato y un velador, se miran el uno al otro de cada lado de la mesa de vidrio que ocupa el centro de su comedor. Ella moquea desconsolada y está pálida, con los ojos hinchados de tanto llorar. Él parece sacado de una adaptación teatrera barata de la vida de Edgar Allan Poe, un oficinista borracho al que acaban de echar a golpes de alguna cantina de mala muerte. En el instante en el que parece que su matrimonio empieza a cavar un pozo en el subsuelo, un jugador argentino al que ni conocen, que juega un torneo que no sabían que existía de un deporte del que se burlaron en días mejores, acaba de dibujar una hermosa gambeta, lo que sea que eso signifique. Y él hombre, alienado por una fuerza cósmica que lo supera, lo envuelve y lo humaniza, salta por encima de la mesa y besa a la mujer a la que acaba de tirarle sus mocasines con una pasión y una devoción que creían ya olvidada.

Con la mente todavía en blanco, Messi acepta con una naturalidad escalofriante que el rival al que acaba de esquivar como si fuese un cono ya no es un inconveniente para sus propósitos y sigue avanzando con la pelota pegada a la zurda. Ahora son dos los paraguayos que lo enfrentan y tras eludir a uno hamacándose a la izquierda y otro con un similar movimiento hacia el lado contrario, puntea para Javier Pastore, que lo espera en la puerta del área, incrédulo de lo que acaba de pasar. Iban cinco segundos.

En Nigeria, en un barrio en la que no existen las computadoras ni los televisores para ver los trucos del Mago Lío, Sahíra, una nena de 12 años que acaba de casarse con un hombre que no conoce y que la triplica en edad, logra desatarse las muñecas y sale corriendo, semidesnuda, por las calles de Abuya. Sahíra no llora, porque no es su naturaleza, pero francamente admite que tiene mucho miedo, sobre todo cuando ve a un policía doblar la esquina y alumbrarla con una linterna en la madrugada africana. Ella ignora que en ese momento, el mundo está en estado de gracia, y que al mismo tiempo en el que Pastore le devuelve la pared a Messi, el oficial se apiada de la niña que tiene enfrente y la arropa con su campera de la Fuerza, escoltándola hasta el edificio de la CRC, una de las pocas organizaciones que existen en África que todavía vela por el derecho infantil.

A esta altura del encuentro, el estadio de Concepción es una verdadera tumba de emociones difícilmente reconocibles. Muy pocos de los presentes asumen que acaban de ver una obra de arte, aunque lo entienden, pero simplemente no logran detener los cantos de sus almas. Ignoran que cuando Messi le devuelve la pelota al Flaco ya dentro del área, dos abuelos que hacía tiempo habían tirado la toalla encuentran sus cuerpos en una demostración de amor que excede los gestos que se regalan cada mañana. Dibujan una jugada memorable mientras desconocen absolutamente que un padre de familia en Salta, baleado seis meses atrás cuando cerraba su casa de comidas, acaba de despertarse del coma contra todos los pronósticos, porque quiere ver la final.

Más acá, militantes de La Cámpora que salían a pintar bigotes fascistas en los afiches de Mauricio Macri, se encuentran en Palermo Soho con Héctor Magnetto y aunque el Ceo no puede, se abrazan esperando para gritar el gol mientras apenas ven las acciones del partido a través de una ventana mal polarizada de un chalet que se acaba de estrenar.

Iban ocho segundos cuando Pastore le cedió el esférico por el centro a Messi y yo dejé de prestarle atención al televisor y me volqué absolutamente a Valentina, que siempre lo fue pero ahora me parecía más linda que nunca. Fue un instante, pero fue glorioso. La miré fijo y todavía dudo sí las palabras llegaron a salir de mi boca o solo las imaginé, pero estoy seguro, de alguna manera en ese momento sublime le pregunté, conmovido, extasiado, obnubilado y feliz, sí quería que, esta noche y para siempre, tengamos un bebé. Ella no se dio cuenta. Estaba atrapada, también para siempre, en la jugada mágica que estaba dibujando Lionel.

Lamentablemente para ese chico japonés que creía que podía volar y saltó hacia el vacío de la imponente Tokio, los sueños son efímeros. Lo que esta noche pasó en Concepción, la razón por la que duermo triste, esa paz de diez segundos en la que no cayeron bombas en ningún país de Oriente Medio, se cortó abruptamente cuando la pelota se fue un poco larga y Messi remató, mordido, a las manos de Villar.

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