miércoles, 15 de julio de 2015

Hacerse hombre


Hoy se cumplen cuatro años desde que me hice hombre. Sí, cuatro años, cuando tenía 20. Ya sé que era grande, pero se dio así. Si esto lo leyera alguno de mis abuelos, mi viejo incluso, me dirían que en su época esas cosas pasaban antes; que a los 13 años uno ya tenía responsabilidades diferentes y que sé yo. A mi me tocó nacer en 1991, que le voy a hacer.

Me acuerdo que era un día feo, un viernes gris, muy frío y oscuro. No tengo todos los detalles, está claro. Igual siempre me llamó la atención la capacidad que tenemos para retener esas cosas, cuando diariamente se nos hace imposible hacer memoria de donde carajo dejamos las llaves.

Podríamos decir que la secuencia empezó con ese mensaje que me mandó mi mamá a las 12:30 del mediodía de ese viernes gris, frío y oscuro del 15 de julio de 2011, pero la verdad es que seríamos injustos, porque se empezó a gestar mucho antes y más que el comienzo, fue el final anunciado. Pero el relato arranca ahí.

Meses después le iba a reprochar a mi mamá, varias veces y de diferentes formas, que ese sms que me mandó a mí y a otras diez personas me era totalmente impersonal. Fui uno más en una cadena en la que había gente que reaccionó de diez formas diferentes, pero que a ninguno le cayó como a mí. ¿Es justo? ¿Es coherente que una persona a quien le chupa un huevo lo que está leyendo se entere de la misma manera que yo y al mismo tiempo, que mi abuelo acaba de morir? Y además las formas, ¡las formas! ¿Por un mensaje de texto!!? ¿A vos te parece!?

Con el tiempo me fui dando cuenta que toda esa bronca era una excusa, un descargo, una necesidad de culpar a alguien. Vedettismo. Mi abuelo estaba muerto. Ahí estaba la papa.

Pero volviendo al viernes gris, en ese momento perdí los detalles. Me acuerdo muy bien que estaba parado en el rincón opuesto de esta oficina en la que estoy escribiendo esto, parado junto al dispenser. Sé que llamé a alguien para confirmar la noticia, pero no me acuerdo a quien. No presté atención sí mis compañeras habían tomado nota de lo que estaba pasando; era muy nuevo entonces. La precisión de la memoria llega hasta que le dije a mi jefa que había fallecido mi abuelo y que me iba, y que Beti se ofreció a llevarme pero yo justo ya tenía en la garganta algo que me apretaba y le dije que no con la cabeza sin poder contestar.
Me acuerdo que en 3 y 529 solté alguna lágrima y después el recuerdo ya salta derecho a la cocina de mi casa vacía. En algún momento del trayecto me enteré que mi hermano, que todavía estaba en la escuela, desconocía todo el asunto y sentí, por primera vez en mi vida, el peso sobre mis hombros de tener que decir algo realmente importante.

No tengo claro cual era la comida, pero por alguna razón asumí que a mi hermano le iba a hacer bien comer antes de recibir el golpe y cuando llegó, le serví algo con un puré, que él se enterará si lee estás líneas, estaba empapado. No le dije nada, ni lloré en su presencia. Me limité a esperar que terminara de comer.
¿Cómo se hace para destruir el día de una persona que se levantó pensando que era uno como todos los demás? Esto no estaba en el contrato, viejos. Yo no le puedo hacer esto a Nico, que es lo más sagrado que tengo. Yo no estoy preparado. Sigo siendo un nene. Quiero ser un nene. Quiero volver a dormir en la cama con mis ustedes.

Pero no se puede. Y asumo que hay que ser adulto y que tengo que ser el hermano mayor que Pape se merece, cuando termine de comer. Lo hago sin ningún gesto de solemnidad, simplemente me largo a llorar como una putita maricona hasta que Pape me pregunta que me pasa y le digo que se murió, que el abuelo Eduardo está muerto y este diálogo se archiva para siempre en la memoria de los dos aunque nunca volvamos a mencionarlo. Era un secreto hasta ahora. Perdón, Nico. Tu hermano no es tan macho.
Durante las siguientes horas la vida se transformó en un torbellino de mierda del que, por alguna razón, la gente que te quiere y que no está involucrada siente que tiene que sacarte. Pero no se puede, saben que no se puede.

Ese día me hice hombre porque también entendí que mi papá además de ser un buen humano, tenía unas pelotas enormes para agarrar la primera manija del cajón de un tipo del que una vez juró no ver nunca más. Con el tiempo me di cuenta que ese día aprendí lo que significa, literalmente, poner la familia adelante, la otra mejilla.

Más adelante, todo se vuelve difuso, irreal, vintage. El viernes gris es un sábado soleado. La postal del cementerio es amarilla. Ahí me veo abrazando a mi mamá y mi abuela, que está destrozada. Veo a Pape mirando fijo a papá, que es de nuevo, el primero en tirar la tierra arriba del cajón. Por eso papá es líder. Toma las decisiones que nadie puede, ni quiere. Marca el camino.

Ojalá mi abuelo me hubiese conocido siendo periodista, me hubiese encantado que Valentina lo conozca. Más me encantaría presentarle a la versión de mi mismo hecha hombre. Lamentablemente, ambas cosas no pudieron ser contemporáneas. Y hoy, justo, se cumplen cuatro años desde aquel mediodía en la cocina donde me di cuenta que de ahí en más, me iba a importar un carajo decirle lo que siento a cualquier persona que tenga enfrente. Ese peso ya lo perdí.

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