jueves, 17 de septiembre de 2015

Luna

Él ya sabía lo que se venía. Hacía días que la veía pasar, rozarlo con la cadera como quien no quiere la cosa y seguir de largo por el pasillo. Se lo había contado Fede, de Administración, pero él como siempre tan escéptico, no lo quiso creer hasta que estuvo ahí, en la oficina del jefe, frente a frente con la carta de despido que lo venía coqueteando. Bueno, decir ahí es eso, un decir. Físicamente estaba ahí, hundido en la silla giratoria en la que muchas veces se había sentado para recibir felicitaciones y en la que él, tímido y nervioso, se movía incesantemente para no tener que fijar la mirada en quien se llenaba la boca elogiándolo. Ahora está inmóvil, con el gesto serio, matizado por una mueca que resulta de la mezcla entre desazón, resignación e incertidumbre. Está ahí, insisto, pero su cabeza está en otra parte.

El pelotudo de su jefe (No es pelotudo ahora que lo despidió, siempre lo fue, solo que recién ahora que lo despidió se atreve a pensarlo) enarbola un discurso cargado con toda la falsedad que le sabía posible y a él le llegan palabras sueltas como “dolor” “agradecimiento” “futura recomendación” y “deseos”, aunque francamente y por primera vez desde que entró a trabajar ahí, le importa un carajo lo que le están diciendo. Él está pensando en Luna. Cómo voy a hacer, se pregunta, y sacude la cabeza aturdido y el pelotudo de su jefe, falsamente conmovido y convencido de que su discurso surte efecto, le ofrece un pañuelo que nunca usó ni va a usar, porque la gente como él no tiene mocos ni tiene lágrimas.

Y ahora cómo hago, se pregunta de nuevo, y nota que lo dijo en voz alta porque el pelotudo de su jefe, superando los límites de su profunda pelotudez, le pregunta con qué, y él le dice nada, nada, le da la mano y se va para siempre. Cómo hago con la nena, insiste, y se le llena el corazón de bronca y de miseria.

Si Laura estuviese conmigo me cagaría a trompadas, se dice, y se siente la peor persona del mundo. Aunque a lo mejor si ella estuviese acá, nada de esto hubiese pasado, exagera. Disipa los pensamientos invisibles con un gesto. No. No tiene nada que ver. No es su culpa que la empresa se haya ido al carajo con la especulación financiera y que empiecen a recortar los sueldos primero y los empleados después. Es su culpa por aceptar ese régimen tan pelotudo, se dice. En eso sí es responsable. Eso sí que Laura no le hubiera permitido. Que carácter tenía esa mujer, mamita. Como la extraña. Ella le hubiese recomendado que esperara otra chance, más ventajosa, más segura aunque sea. Pero ya no estaba. En ese momento estaba sólo. Sólo y con la nena.

Todavía tenía dos horas para ir a buscar a la nena a la casa de la mamá de Laura, que la cuida cuando él está trabajando. No tiene ni idea como va a hacer para contarle a su suegra (o su ex suegra, no sabe cómo califica la madre de su mujer cuando uno es viudo) que lo acaban de echar del trabajo. No es mala la vieja. Y a la nena la quiere con el alma. Pero entre ellos no tienen onda. Ella siempre pensó que él era un freak.

Para hacer tiempo, se mete en un café viejo, tan viejo que las sillas tienen ese almohadón verde cubriendo la madera finita y las mesas son bien cuadradas, con las patas de aluminio despintadas del negro y cubiertas por cáscaras de maní de la época del Partido Conservador. El mozo se acerca, desalineado y extrañado por la visita, como si un intruso se hubiese colado a su hogar por el patio de atrás y le ofrece agua con gas o café molido, tal cual aparece en la carta que tiene dibujada en la memoria. Él le pregunta si no le molesta que se quede ahí, mirando por la ventana un rato a lo que el mozo murmura algo en un italiano incomprensible y le trae un vaso de agua, cortesía de la casa. Se saca los anteojos y mira a través del vidrio sabiendo que no va a poder distinguir nada. Le gusta la idea de un mundo borroso y distante, como si estuviese viendo la vida a través de un televisor de antena con mala señal. Se divierte con el recuerdo. Le ayuda a evadir por un rato que todavía no sabe qué va a hacer con su vida, ni cómo va a poder decirle a Luna que el viaje a Disney quizá nunca pueda ser.

El mozo, que cambió su actitud curiosa por una mucho más comprensiva, se acerca y le ofrece un folleto que repartieron el último domingo en la iglesia donde va su señora. Le confiesa qué él no cree en esas cosas y tiene sus razones, pero viste, cada cual con su mambo, claro y a lo mejor te interesa y lo vuelve a dejar solo. Ese gesto lo hubiese emocionado en otro momento, y en otro lo hubiese fastidiado bastante, pero hoy siente que el mundo ya no puede transmitirle emociones y con desgano, se levanta de su silla, le da la mano al mozo y enfila rumbo a la puerta.

No presta mucha atención a la multa que tiene sobre el parabrisas de su auto. La desecha sin muchas vueltas y emprende el camino hacia la casa de su suegra, o su ex suegra, todavía no lo pudo averiguar. Luna está dormida. Parece que estuvo ayudando en el fondo a su abuela con las plantas y terminó destruida. Él, en adelante el papá, la carga con cuidado en el asiento de atrás tras rebatir el suyo (empresa complicada con una niña de cuatro años en brazos) y se despide en forma solemne sin contarle a la que fuera la madre de Laura (¿O es la madre de Laura, todavía?) que ahora es uno más en la amplia sala del desempleo.

Cuando llega a la cochera del edificio decide dejar su maletín en el auto. No se siente muy preocupado porque le puedan llegar a romper un vidrio y con Luna dormida sobre su hombro, pide el ascensor. El Papá ya notó, mirando en el espejo del ascensor, que su hija se despertó y está fingiendo que continua soñando, pero le sigue la corriente, un poco por ternura y otro poco porque no se siente con fuerzas para decirle nada, continuando la subida en silencio. Abre la puerta del departamento que supo compartir con Laura y todavía con las luces apagadas, procurando no hacer ruido, deja a Luna acostada en su cama, la de él, esperando que se haya vuelto a dormir. Él regresa al comedor y prende la tele, aunque no quiere mirarla ni le dedica diez segundos de su atención. Se queda ahí, convidando silencio, hasta que escucha la voz de su nena que lo llama desde la habitación.

-.Papaaaaaaaaaaá.-

Qué pasa hija, le pregunta y se sienta al lado suyo en la cama enorme que habían comprado con Laura cuando decidieron vivir juntos hacía ya cinco años. Dónde está mi mochila, pregunta Luna, y el papá le dice que quedó en el auto, que mañana la trae porque ahora está muy cansado. La nena comienza a esbozar un llanto y le dice que es importante porque ahí tiene algo que le tiene que mostrar. Él intenta convencerla de que es mejor mañana pero ella insiste y llora y él no está preparado para estas cosas y le dice que bueno, que está bien, que ahí baja, pero que tiene que ir con él porque no la puede dejar sola. Luna se ríe. Tenía colgada la mochila cuando me subiste papá, le dice, divertida y él se confiesa que la audacia de su hija le causa gracia.

Le acerca la mochila y Luna la abre con impaciencia y le pide que no mire, que cierre los ojos y después le pide que los abra, que le hizo un dibujo. Él intenta comprenderlo. Para sus 33 años, son dos garabatos unidos. Para su hija, son ellos dos tomados de las manos. Él le agradece el obsequio, y le da un beso en el cachete que hace reír a la nena y la pincha con la barba. Ella le pregunta si le puede hacer una pregunta. Él le contesta que la acaba de hacer. Ella no entiende. El padre se rinde.

-Pa– le dice Luna, con un aire inevitable de inocencia – ¿Si yo fuera varón, y fuera grande, sería buen papá como vos?-

A él lo descoloca la pregunta. Lo desarma. Lo lástima. Lo enamora y lo vuelve a desarmar. Abraza a su hija y llora, llora amargamente. La llena de los besos más dulces y desesperados que un padre le puede regalar a su nena. Luna se asusta y le pregunta por qué papá, por qué lloras. Él se seca las lágrimas. Le pregunta si sabe qué es hermosa. La nena le dice que sí, pero le reclama la respuesta. Él le confiesa que hasta que vio su dibujo, no se había dado cuenta que era tan pero tan bajito.

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