Él ya sabía lo que se venía. Hacía días que la veía pasar, rozarlo
con la cadera como quien no quiere la cosa y seguir de largo por el
pasillo. Se lo había contado Fede, de Administración, pero él como
siempre tan escéptico, no lo quiso creer hasta que estuvo ahí, en la
oficina del jefe, frente a frente con la carta de despido que lo venía
coqueteando. Bueno, decir ahí es eso, un decir. Físicamente estaba ahí,
hundido en la silla giratoria en la que muchas veces se había sentado
para recibir felicitaciones y en la que él, tímido y nervioso, se movía
incesantemente para no tener que fijar la mirada en quien se llenaba la
boca elogiándolo. Ahora está inmóvil, con el gesto serio, matizado por
una mueca que resulta de la mezcla entre desazón, resignación e
incertidumbre. Está ahí, insisto, pero su cabeza está en otra parte.
El pelotudo de su jefe (No es pelotudo ahora que lo despidió, siempre
lo fue, solo que recién ahora que lo despidió se atreve a pensarlo)
enarbola un discurso cargado con toda la falsedad que le sabía posible y
a él le llegan palabras sueltas como “dolor” “agradecimiento” “futura
recomendación” y “deseos”, aunque francamente y por primera vez desde
que entró a trabajar ahí, le importa un carajo lo que le están diciendo.
Él está pensando en Luna. Cómo voy a hacer, se pregunta, y sacude la
cabeza aturdido y el pelotudo de su jefe, falsamente conmovido y
convencido de que su discurso surte efecto, le ofrece un pañuelo que
nunca usó ni va a usar, porque la gente como él no tiene mocos ni tiene
lágrimas.
Y ahora cómo hago, se pregunta de nuevo, y nota que lo
dijo en voz alta porque el pelotudo de su jefe, superando los límites de
su profunda pelotudez, le pregunta con qué, y él le dice nada, nada, le
da la mano y se va para siempre. Cómo hago con la nena, insiste, y se
le llena el corazón de bronca y de miseria.
Si Laura estuviese
conmigo me cagaría a trompadas, se dice, y se siente la peor persona del
mundo. Aunque a lo mejor si ella estuviese acá, nada de esto hubiese
pasado, exagera. Disipa los pensamientos invisibles con un gesto. No. No
tiene nada que ver. No es su culpa que la empresa se haya ido al carajo
con la especulación financiera y que empiecen a recortar los sueldos
primero y los empleados después. Es su culpa por aceptar ese régimen tan
pelotudo, se dice. En eso sí es responsable. Eso sí que Laura no le
hubiera permitido. Que carácter tenía esa mujer, mamita. Como la
extraña. Ella le hubiese recomendado que esperara otra chance, más
ventajosa, más segura aunque sea. Pero ya no estaba. En ese momento
estaba sólo. Sólo y con la nena.
Todavía tenía dos horas para ir
a buscar a la nena a la casa de la mamá de Laura, que la cuida cuando
él está trabajando. No tiene ni idea como va a hacer para contarle a su
suegra (o su ex suegra, no sabe cómo califica la madre de su mujer
cuando uno es viudo) que lo acaban de echar del trabajo. No es mala la
vieja. Y a la nena la quiere con el alma. Pero entre ellos no tienen
onda. Ella siempre pensó que él era un freak.
Para hacer tiempo,
se mete en un café viejo, tan viejo que las sillas tienen ese almohadón
verde cubriendo la madera finita y las mesas son bien cuadradas, con las
patas de aluminio despintadas del negro y cubiertas por cáscaras de
maní de la época del Partido Conservador. El mozo se acerca, desalineado
y extrañado por la visita, como si un intruso se hubiese colado a su
hogar por el patio de atrás y le ofrece agua con gas o café molido, tal
cual aparece en la carta que tiene dibujada en la memoria. Él le
pregunta si no le molesta que se quede ahí, mirando por la ventana un
rato a lo que el mozo murmura algo en un italiano incomprensible y le
trae un vaso de agua, cortesía de la casa. Se saca los anteojos y mira a
través del vidrio sabiendo que no va a poder distinguir nada. Le gusta
la idea de un mundo borroso y distante, como si estuviese viendo la vida
a través de un televisor de antena con mala señal. Se divierte con el
recuerdo. Le ayuda a evadir por un rato que todavía no sabe qué va a
hacer con su vida, ni cómo va a poder decirle a Luna que el viaje a
Disney quizá nunca pueda ser.
El mozo, que cambió su actitud
curiosa por una mucho más comprensiva, se acerca y le ofrece un folleto
que repartieron el último domingo en la iglesia donde va su señora. Le
confiesa qué él no cree en esas cosas y tiene sus razones, pero viste,
cada cual con su mambo, claro y a lo mejor te interesa y lo vuelve a
dejar solo. Ese gesto lo hubiese emocionado en otro momento, y en otro
lo hubiese fastidiado bastante, pero hoy siente que el mundo ya no puede
transmitirle emociones y con desgano, se levanta de su silla, le da la
mano al mozo y enfila rumbo a la puerta.
No presta mucha atención
a la multa que tiene sobre el parabrisas de su auto. La desecha sin
muchas vueltas y emprende el camino hacia la casa de su suegra, o su ex
suegra, todavía no lo pudo averiguar. Luna está dormida. Parece que
estuvo ayudando en el fondo a su abuela con las plantas y terminó
destruida. Él, en adelante el papá, la carga con cuidado en el asiento
de atrás tras rebatir el suyo (empresa complicada con una niña de cuatro
años en brazos) y se despide en forma solemne sin contarle a la que
fuera la madre de Laura (¿O es la madre de Laura, todavía?) que ahora es
uno más en la amplia sala del desempleo.
Cuando llega a la
cochera del edificio decide dejar su maletín en el auto. No se siente
muy preocupado porque le puedan llegar a romper un vidrio y con Luna
dormida sobre su hombro, pide el ascensor. El Papá ya notó, mirando en
el espejo del ascensor, que su hija se despertó y está fingiendo que
continua soñando, pero le sigue la corriente, un poco por ternura y otro
poco porque no se siente con fuerzas para decirle nada, continuando la
subida en silencio. Abre la puerta del departamento que supo compartir
con Laura y todavía con las luces apagadas, procurando no hacer ruido,
deja a Luna acostada en su cama, la de él, esperando que se haya vuelto a
dormir. Él regresa al comedor y prende la tele, aunque no quiere
mirarla ni le dedica diez segundos de su atención. Se queda ahí,
convidando silencio, hasta que escucha la voz de su nena que lo llama
desde la habitación.
-.Papaaaaaaaaaaá.-
Qué pasa hija, le
pregunta y se sienta al lado suyo en la cama enorme que habían comprado
con Laura cuando decidieron vivir juntos hacía ya cinco años. Dónde
está mi mochila, pregunta Luna, y el papá le dice que quedó en el auto,
que mañana la trae porque ahora está muy cansado. La nena comienza a
esbozar un llanto y le dice que es importante porque ahí tiene algo que
le tiene que mostrar. Él intenta convencerla de que es mejor mañana pero
ella insiste y llora y él no está preparado para estas cosas y le dice
que bueno, que está bien, que ahí baja, pero que tiene que ir con él
porque no la puede dejar sola. Luna se ríe. Tenía colgada la mochila
cuando me subiste papá, le dice, divertida y él se confiesa que la
audacia de su hija le causa gracia.
Le acerca la mochila y Luna
la abre con impaciencia y le pide que no mire, que cierre los ojos y
después le pide que los abra, que le hizo un dibujo. Él intenta
comprenderlo. Para sus 33 años, son dos garabatos unidos. Para su hija,
son ellos dos tomados de las manos. Él le agradece el obsequio, y le da
un beso en el cachete que hace reír a la nena y la pincha con la barba.
Ella le pregunta si le puede hacer una pregunta. Él le contesta que la
acaba de hacer. Ella no entiende. El padre se rinde.
-Pa– le dice Luna, con un aire inevitable de inocencia – ¿Si yo fuera varón, y fuera grande, sería buen papá como vos?-
A él lo descoloca la pregunta. Lo desarma. Lo lástima. Lo enamora y lo
vuelve a desarmar. Abraza a su hija y llora, llora amargamente. La llena
de los besos más dulces y desesperados que un padre le puede regalar a
su nena. Luna se asusta y le pregunta por qué papá, por qué lloras. Él
se seca las lágrimas. Le pregunta si sabe qué es hermosa. La nena le
dice que sí, pero le reclama la respuesta. Él le confiesa que hasta que
vio su dibujo, no se había dado cuenta que era tan pero tan bajito.
jueves, 17 de septiembre de 2015
martes, 1 de septiembre de 2015
Preguntas
Yo entendí lo que me quiso preguntar Vicky cuando en
realidad dijo que no sabía de qué manera había empezado nuestra historia. Obvio
que me di cuenta, tampoco soy boludo. Además la conozco hace bastante; más o
menos sé cómo piensa. Y no la culpo. En su lugar, a lo mejor, yo pensaría
igual. Es natural, supongo.
A lo mejor, si mirás esta foto te das cuenta a que se
refería Victoria. De hecho, si no te das cuenta, replanteate tu capacidad
deductiva. A ver, ahí va un ayudín: mírame a mí. Tan bruto, tan poco agraciado.
Nunca fui capaz de entender cómo funcionaba eso de combinar la ropa. Tengo los
ojos tan chiquitos y juntos que cualquier anteojo de sol me queda enorme. Con
frecuencia me enojo hasta la muerte por temas de insignificante importancia.
Presumo de un Master en arrancar y abandonar gimnasios. En un par, de hecho,
está mi foto debajo de un pedido de recompensa. Como la vida no me dio
velocidad para captar rápido las indirectas, y me atrasó un par de años la
madurez con respecto de mis pares, este texto a lo mejor deberías haberlo leído
hace dos años. Con bastante frecuencia la gente confunde lo que escribo con lo
que creen que soy y lo que podría llegar a ser. Soy como ese inhallable tío
abuelo del amigo de un conocido del que paraba los sábados en el kiosco del
barrio que iba para crack pero se rompió la rodilla y no pudo llegar. La eterna
promesa que este año la rompe, que ya despega, que en cualquier momento se
recibe, que está tapado de proyectos inconclusos.
Y en cambio ella es un combo letal de realidades lindas.
Porque cuando sonríe te deja reserva para pasar veinte días en un refugio
antibombas. Ella sí promete lo que sabe que puede cumplir: te vende perfección
porque la tiene ahí en la palma. A veces la disimula para no sentirte tan
adversa, para ser más compañera. Debe ser la persona más bajita de todas las
que están a la altura de los mejores deseos. Y encima, todavía, para colmo,
está bastante buena.
Por eso me di cuenta enseguida lo que me quiso decir Vicky
cuando hizo esa pregunta. Al toque. Dijo lo que dijo, ya lo sé, pero en
realidad me miró con los ojos en blanco, a lo mejor evaluando ella misma
también cuantas eran las chances ciertas, intentando dar con qué lleva a
alguien a terminar de esta manera. Lo digo sin vueltas, lo que quiso preguntar
y no lo hizo, tan discreta ella, es mucho más simple. ¿Cómo carajo hiciste? Se
le leía en la mirada. Le contesto que la verdad, amiga, yo tampoco tengo idea.
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