lunes, 7 de abril de 2014

José

El hombre sabio incluso cuando calla, dice más que el necio cuando habla.
Thomas Fuller.



Lo que más me duele, les juro, es que no tengo idea cuál es su nombre y para quienes convivimos con la tragedia como una posibilidad latente, significa de por si mucha carga emotiva. Miren, si de repente, este fue el último viaje y el destino, ese del cual estuvimos hablando, no vuelve a cruzarnos. Igual, secretamente yo le puse un nombre, una idealización de las comparaciones de su rostro: para mí, él se llama José Mckellen, hijo de Pekerman y Sir Ian. Obviamente, nunca se lo dije, más allá de que no lo piense como una falta de respeto. Me gusta creer que entre nosotros existe una cierta confidencia y lealtad de caballeros.

Si hay algo que destaca entre el clima que se genera entre José y yo, es que ambos sabemos palpar los momentos. Los dos nos alegramos del simple acuerdo chofer - pasajero y nos dejamos llevar por el misterio de saber si el viaje de vuelta será potestad de las palabras o de los silencios. En ocasiones, esto último necesito y de alguna manera, él lo percibe, porque enciende muy baja la radio que está sintonizada en algún blues cálido que ilumina el mudo trayecto.

Claro está, el favor es mutuo y conociendo yo la realidad de sus turnos, generalmente me muestro predispuesto al dialogo, desarchivando cada una de nuestras charlas con una reconfortante buena memoria. Y le puedo preguntar por su hija, por la jornada o el clima y José nunca se ofende, al contrario, ofrece con su habitual serenidad lo mejor de su labia. A veces filosofa y en otras me aconseja, y rio discretamente pensando que el perfil docente del técnico de Colombia le queda pintadito.

Me pregunto, esta noche, en la que José me ofreció una porción más del saber de su existencia, si imagina que yo también disfruto las charlas y las atesoro, hasta albergar en algún punto, cierto cariño paternalista algo exagerado hacia su persona. Despierta en mí las sensaciones dignas de los buenos sujetos. Si el día de mañana sucediera una catástrofe y él resultara un asesino en serie, yo sería de los primeros en clamar su inocencia, en caer víctima del estupor y de asegurar que no lo creía posible.

Cuando nos despedimos, evitando las miradas o los apretones de manos, actitud tímida y descendiente del solemne respeto que nos profesamos mutuamente, José siempre remarca que nuestra conversación le ha resultado un enorme placer. Contesto con igual cortesía y cierro la puerta suavemente. Ojalá que el próximo viaje, la remisería lo mande de vuelta. Lo recomendaría.


Pero no sé cómo se llama, la verdad.

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