El hombre sabio incluso cuando calla, dice más que el necio cuando
habla.
Thomas Fuller.
Lo que más me duele, les juro, es
que no tengo idea cuál es su nombre y para quienes convivimos con la tragedia
como una posibilidad latente, significa de por si mucha carga emotiva. Miren,
si de repente, este fue el último viaje y el destino, ese del cual estuvimos
hablando, no vuelve a cruzarnos. Igual, secretamente yo le puse un nombre, una
idealización de las comparaciones de su rostro: para mí, él se llama José
Mckellen, hijo de Pekerman y Sir Ian. Obviamente, nunca se lo dije, más allá de
que no lo piense como una falta de respeto. Me gusta creer que entre nosotros
existe una cierta confidencia y lealtad de caballeros.
Si hay algo que destaca entre el
clima que se genera entre José y yo, es que ambos sabemos palpar los momentos.
Los dos nos alegramos del simple acuerdo chofer - pasajero y nos dejamos llevar
por el misterio de saber si el viaje de vuelta será potestad de las palabras o
de los silencios. En ocasiones, esto último necesito y de alguna manera, él lo
percibe, porque enciende muy baja la radio que está sintonizada en algún blues
cálido que ilumina el mudo trayecto.
Claro está, el favor es mutuo y
conociendo yo la realidad de sus turnos, generalmente me muestro predispuesto
al dialogo, desarchivando cada una de nuestras charlas con una reconfortante
buena memoria. Y le puedo preguntar por su hija, por la jornada o el clima y
José nunca se ofende, al contrario, ofrece con su habitual serenidad lo mejor
de su labia. A veces filosofa y en otras me aconseja, y rio discretamente
pensando que el perfil docente del técnico de Colombia le queda pintadito.
Me pregunto, esta noche, en la
que José me ofreció una porción más del saber de su existencia, si imagina que
yo también disfruto las charlas y las atesoro, hasta albergar en algún punto,
cierto cariño paternalista algo exagerado hacia su persona. Despierta en mí las
sensaciones dignas de los buenos sujetos. Si el día de mañana sucediera una
catástrofe y él resultara un asesino en serie, yo sería de los primeros en
clamar su inocencia, en caer víctima del estupor y de asegurar que no lo creía
posible.
Cuando nos despedimos, evitando
las miradas o los apretones de manos, actitud tímida y descendiente del solemne
respeto que nos profesamos mutuamente, José siempre remarca que nuestra
conversación le ha resultado un enorme placer. Contesto con igual cortesía y
cierro la puerta suavemente. Ojalá que el próximo viaje, la remisería lo mande
de vuelta. Lo recomendaría.
Pero no sé cómo se llama, la
verdad.
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