lunes, 28 de abril de 2014

Enero del noventa y nueve



Era de noche, bastante de noche porque hacía varias horas que papá me había tapado y me había metido en el sobre, bien apretado como él sabía hacerlo. Me gustaba sentirme atrapado por las sábanas, bien cubierto a pesar de que estamos hablando del calor de un veinticinco de enero. No tengo claro, y me sorprende, si el teléfono me despertó o ya me encontraba yo pensando en juguetes y esas otras cosas en las que piensan los chicos y todavía no había logrado conciliar el sueño. Si tengo bien presente que en el momento que escuché el timbrar sentí el frío ineludible que precede a una noticia desagradable.

Me levanté de un salto y caminé hasta la cocina, lo bastante rápido como para encontrar a papá sentado en el viejo comedor que ahora ya no es el mismo, con el teléfono inalámbrico en la mano, con un aplomo que todavía admiro y no comprendo. Que buen compañero debe ser para la vieja, papá digo. Así terco y todo.  Cuando lo miré, me dedicó una mirada grave que yo no solía desobedecer, pero también noté que él sabía, como yo, de donde venía la llamada.


Los años se comen los detalles, claro, pero imagino que no duró mucho el trámite. Lo suficiente como para que mamá venga corriendo de la pieza, con el corazón tan apretado de miedo como yo estaba antes con las sábanas y que entienda en una mirada que cruzó con papá y que yo no vi, lo que acababa de suceder. Mamá se desplomó contra lo que hoy sería la repisa y se llevó las manos a la cara, llorando desconsoladamente. Cuando pienso en eso, a pesar de todos los años y de que ahora haya un mueble colocado, me siento seguro de poder reconocer el lugar exacto donde estaba apoyada mi vieja y dibujar, como una sombra, su silueta invisible en la pared.

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