Era de noche, bastante de noche porque hacía varias horas
que papá me había tapado y me había metido en el sobre, bien apretado como él
sabía hacerlo. Me gustaba sentirme atrapado por las sábanas, bien cubierto a
pesar de que estamos hablando del calor de un veinticinco de enero. No tengo
claro, y me sorprende, si el teléfono me despertó o ya me encontraba yo
pensando en juguetes y esas otras cosas en las que piensan los chicos y todavía
no había logrado conciliar el sueño. Si tengo bien presente que en el momento que escuché el timbrar sentí el frío ineludible que precede a una noticia desagradable.
Me levanté de un salto y caminé hasta la cocina, lo bastante
rápido como para encontrar a papá sentado en el viejo comedor que ahora ya no
es el mismo, con el teléfono inalámbrico en la mano, con un aplomo que todavía
admiro y no comprendo. Que buen compañero debe ser para la vieja, papá digo.
Así terco y todo. Cuando lo miré, me
dedicó una mirada grave que yo no solía desobedecer, pero también noté que él
sabía, como yo, de donde venía la llamada.
Los años se comen los detalles, claro, pero imagino que no
duró mucho el trámite. Lo suficiente como para que mamá venga corriendo de la
pieza, con el corazón tan apretado de miedo como yo estaba antes con las sábanas
y que entienda en una mirada que cruzó con papá y que yo no vi, lo que acababa
de suceder. Mamá se desplomó contra lo que hoy sería la repisa y se llevó las
manos a la cara, llorando desconsoladamente. Cuando pienso en eso, a pesar de
todos los años y de que ahora haya un mueble colocado, me siento seguro de
poder reconocer el lugar exacto donde estaba apoyada mi vieja y dibujar, como
una sombra, su silueta invisible en la pared.