En este mundo pagamos
un precio por todo cuanto conseguimos y, aunque vale la pena tener ambiciones,
éstas no se alcanzan con facilidad, sino que exigen su precio en trabajo,
abnegación, ansiedad y descorazonamiento.
Lucy Montgomery
A diferencia de lo que muchos pensarían, yo esta noche no
puedo precisar si el tic precedió al toc o viceversa. Pasé varios minutos
intentando recordarlo hasta que terminé concluyendo que su orden era poco
relevante. En el fondo invisible de la nada misma donde me hallaba inmerso, por
darle un cierto sentido de corporeidad a mi presencia esotérica, flotaban
tibias las onomatopeyas del tiempo que incluso en este universo ficticio no
dejaba de sonar.
Siempre me pareció muy desdichada la vida para los
temporizadores de las bombas. Su existencia atada eternamente a su razón de
ser, y su sentido enlazado perpetuamente con malas intenciones. Sí un reloj
explosivo cumple bien su trabajo, no volverá a correr segundos; Si no lo hace,
¿Para qué existir? De nada le vale, al fin y cabo, amargarse: Aunque quisiera
no se podría detener.
Sin que nada cambiase, todavía desaparecida la imagen física
de cual sea la forma en la que yo estaba allí, el son repetido se escuchó cada
vez más cerca de donde se supone se hallaba mi conciencia y mientras avanzaba,
aumentaba la velocidad de su nerviosa pulsación. La ansiedad de aquel latido
produjo en mis pensamientos una angustiosa sensación de proximidad con algo que
estaba a punto de terminarse. Luché contra toda idea terminal que tuviera que
ver con mi vida, pero más lo intentaba, el reloj de arena dejaba caer mayor cantidad
de grava por su abismo. Sólo cuando asumí el fin inevitable y ensayé en mi
mente una foto de una sonrisa previa a la muerte, mi alrededor comenzó a tomar
color y forma, disipando las nubes, convierto las tinieblas blancas en el techo
cercano. Mis ojos se desperezaron.
El despertador explotaba de vuelta.