jueves, 3 de marzo de 2011

Todos se van a Morir (Parte Primera)








A mi amigo Facundo,
Testigo presencial de mis vaticinios de muerte,
Impulsor desvergonzado de esta publicación.



Si no conocemos todavía la vida, ¿Cómo va a ser posible conocer la muerte?.

Confucio.



Sabíamos con Facundo que un titulo tan cargado de soberbia podía espantar al lector, pero no nos importaba. Después de todo, ¿Para quién estaba contando yo esta historia sino para mí mismo, para cuando mi memoria pierda ese lugar de privilegio entre mis virtudes? De todas formas, esa voz interna que gemía dentro mío debía admitir que encontraba interesante que alguien leyera este texto, que tal vez, este título, tan prepotente e irrefutable, atraiga a quien se lo encuentre a continuar estas líneas.

En el séptimo grado, uno se siente grande aun a conciencia de la inconsciencia propia de la prea adolescencia. Eran tiempos de cambios, nuevos horarios, la liberación de poder salir antes del colegio ante la ausencia de un profesor nos hacía sentir mucho más dueños de nosotros mismos. A nivel personal, mi oportunidad personal de forjar un carácter jocoso que ante la ausencia de belleza física de un regordete de 12 años, era mi única arma para despertar elogios femeninos (si  así  queremos llamar a nenas con su primer corpiño). Hago esta aclaración porque es probable que se me juzgue por mis acciones en el transcurso de aquel año, no intento justificarme, sino dar una explicación de mi estupidez.

Si los niños nunca mienten (solo exageran), podemos decir que los adolescentes no lastiman, sino que bromean con suma acidez. Molestar a todos con excesiva crueldad, con la más radiante de las sonrisas a pesar de decir las cosas más hirientes puede resultar contradictorio, más aun si les digo que yo tenía entonces buenas intenciones. A eso voy de la conciencia inconsciente, a burlarse teniendo en cuenta el grado de mis acusaciones, pero acallando a mi voz interna con las risas de los demás y con un pícaro “nah, tú que sabes” que le quitaba dramatismo a la escena.

Fue en esos tiempos donde la descubrí y quede prendado de ella, fascinado por su carácter implacable. No recuerdo como fue bien que la conocí, admito que dicha información sería útil para acrecentar mi relato, pero sería un delito manchar estas hojas con mentiras, en una historia tan palpable como real. Fue a los doce años cuando tome conciencia de su existencia y comencé a cortejarla. A la tierna de la pubertad, yo coqueteaba con La Muerte.

No diría que estaba obsesionado, sino más bien maravillado. Había descubierto EL Fin y eso me abría la puerta hacia el resto de mi vida. Podía comprender ahora cada uno de los intereses, sentir cada una de las acciones que mis papás había preparado para traerme a la vida, para educarme y lo que intentaría dejarme para cuando Ella, voraz, viniera a buscarlos. Estaba muy lejos de sentir miedo. Pasé varios días encerrado, consumiendo los avisos fúnebres de los diarios, donde La Muerte exhibía impunemente algunos de sus nuevos trofeos.

Para ese entonces, donde la muerte para la mayoría de mis compañeros seguía siendo ese abuelito que estaba en una estrella y ya no íbamos a ver más, era para mí la absoluta comprensión que implicaba la desaparición física de una persona y del legado que ello pudiese conllevar. Razoné entonces los motivos que podían llevar a una persona a adelantar su llegada y admito (no sin vergüenza) que la curiosidad me dejo llevar. Definitivamente La Muerte me había enamorado.

Fue la etapa donde se acrecentó mi rebeldía. Le había comentado a mis compañeros, profundamente excitado, sobre mis nuevos conocimientos pero me vi ignorado, como si la sola mención del tema les produjera dolor de cabeza y el recuerdo del gatito que les acababan de atropellar. Frustrado pero no rendido, forje el macabro plan debajo de la careta del tonto del curso. Porque en una época de cambios, donde entre mis compañeros descubrían la menstruación y la masturbación, mi madurez viajaba por límites insospechados para quien me escuche. Dejé en mi casa entonces aquel perfil más adulto (que yo calculaba, estaba haciendo un postgrado en la UBA) y llevé a la escuela a ese niño risueño y bien intencionado, pero no sin antes tomar ciertas cosas del otro prestado. La muerte es intachable, pensé. Necesitaba encontrar la formar de hallar el equilibrio para madurarlos a todos. Tomé la crueldad entonces, como plataforma de mis vaticinios posteriores.

Paralelamente, había comenzado a fantasear con la muerte propia, de la cual ya me sentía amo.

Continuará.

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