Al ruso Prátola,
Y a todos los que moriríamos en una cancha,
Como por cualquier causa justa.
Prefiero perder una batalla por mis sueños,
que ganar una lucha sin saber porqué lo hago.
El pinchazo que había sentido en el vestuario, finalmente inundó su corazón. Llevaba la pelota pegada a la raya cuando esa fuerza cósmica que atrapó con un imán a su pecho lo dejó tendido en el suelo, contra la línea lateral. El estadio enmudeció varios minutos, que en un fútbol como el nuestro, siempre son eternos. Entre el sopor de ver su vida pasar delante de sus ojos, escuchó de fondo llorar a su compañeros. Y también creyó oír gritar a Laura, que había abandonado su casa minutos antes del partido, sin que él pudiese saberlo. Aun así, no pudo evitar distraerse cuando vio aquel golazo que había hecho en el campito hace tantos años, y le faltó mucho valor para enfrentarse a su abuelo, que lo miraba desde un poco más arriba y le susurraba todavía no, no te vayas campeón, juguemos un ratito más. Despertó entonces sobresaltado, rodeado de médicos que de inmediato volvieron a acostarlo, como si no hubiesen buscado desesperados que se pueda levantar.
Fueron días oscuros, los angelitos ya no visitaban sus sueños, pero tanta medicina lo perdía un poco en la realidad. No podría precisarse entonces cuanto tiempo pasó entre que alguien le dijo “tuviste un infarto, boludo, que cagazo nos hiciste pegar” ni tampoco cuanto tiempo le costó entender que por mucho que pregunte por Laura, ella no quería verlo más. Cuando la mente se encontró un poco más liberada, a regañadientes aceptó que Favaloro era un genio, pero que la vida le había sacado las razones para querer sentir su corazón palpitar. La gente del club lo llamaba, obvio. Pero lógicamente, desconocían la gravedad de la cuestión. ¿Cómo él no entendía que ya no podía jugar? En algún lugar de su alma tan drogada, en la que los sueños de ser feliz todavía sobrevivían, el depositó su razón y se levantó un día de la cama para ir a entrenar.
Burocracia y meses de lucha. Había imaginado este final tan pocas veces, por no decir nunca, que no podía entender algo tan simple como el dominio de su libertad. Le explicaron que su intento de razonar con suerte de eutanasia era en vano. Decepcionado y asqueado, intento probar suerte en otro club, pero la suerte fue la misma. Entonces lo intentó en otra categoría, con idéntica respuesta. Dio conferencias en varios países, algunos en donde el fútbol ni siquiera era renombrado, pero con la asistencia conmovida por tan incesante pelea de vida.
Dos años pasaron. Y algunos cortes en la muñeca. Todos tenemos momentos de desosiego, supongo. Llevar la pelota hasta cuando iba al baño no alcanzo para poderlo rescatar. Pero finalmente, su espíritu triunfaba y tantos adeptos ganó su guerra contra la vida que le imponían, que se convirtió en una figura popular. Entonces sólo recibió muestras de afecto, incluso algunas ajenas o contra su causa, pero parte del afecto, en sí. Porque la gente necesitaba un héroe, alguien que diera lo poco que tenia por una causa para todos perdida. Después de un tiempo, ya nadie pudo decirle loco. Porqué, después de todo; ¿No es para eso que venimos? ¿No pasamos la mitad de nuestro tiempo intentando averiguar para que estemos en este mundo? Él ya lo sabía y todos podían notarlo. Por eso la presión de la gente fue tan grande, que no tuvieron más alternativas que aceptar.
Para otro capítulo quedara amigos, la otra lucha, la de poderes e intereses que hubo en los clubes que lo quisieron contratar. Esto no solo era un juego, el más lindo de todos, sino un circo de intereses donde su figura estaba en primer lugar. El estadio obviamente, estaba lleno. Después de años de espera, jugaba el ídolo popular, al que algunos, locos y cancheros, le atribuían milagros. Se vendían banderas con su nombre; más de uno antes del partido mostraba ante las cámaras un tatuaje con su cara, o algún souvenir de dudosa procedencia que aseguraban, habían obtenido al haberlo ido a visitar.
No hubo pinchazo. El estadio reventaba y desde el vestuario, él podía escucharlos. Pero este no era un partido homenaje, porque, esa era la condición impuesta a los dueños del marketing, él jugaba para ganar. Fue entonces ese capitán silencioso, el que no dice ninguna palabra pero al que con su ejemplo, sus compañeros no podían fallar. Reflexionó al fin y vio de nuevo el gol en el campito, escuchó gritar a Laura, que se había casado y estaba andá a saber en qué parte del mundo, vio a su abuelo emocionado con toda claridad. Río con ganas entonces y fue ahí, cuando, desesperado, lo increpó el técnico, ese que también era su amigo y al borde del llanto apenas pudo expresar: “¿A vos te parece negro, jugarse la muerte en un partido?” Entonces él, conmovido pero ya corriendo para la cancha, le alcanzo a gritar: “No negro, esto para mi es la vida... Y mucho más”.
Y en la inmensidad del estadio, un solo grito, que no es de gol, sino de triunfo. Y no estaban festejando la victoria del equipo, porque la victoria era solo suya y de nadie más. Y en la inmensidad del estadio, una última sonrisa, cayendo... Besando la hierba, al lado de la línea de cal.
Leo Timossi 21/2/2011