¿Por qué, en general,
se rehúye la soledad? Porque son muy pocos los que encuentran compañía consigo
mismos.
Carlo Dossi.
Primeras notas
Confieso que, al momento de escribir estas líneas, no he decidido
todavía que futuro les depara cuando culmine este relato. Comienzo con todo esto como un desahogo, un
grito mudo de un secreto que asfixia mi existencia. Aun así, encuentro
insuficientes mis razones para la publicación de una historia que en cierta
forma, vulnera la memoria del abuelo Pedro.
Digo vulnera por esos pequeños
detalles, esas cosas tan personales que tenía el viejo conmigo. El hecho de que
él quería que encuentre su diario, pero que solo lo haga yo y no otra persona,
me significa un peso enorme sobre mis hombros. Desconozco sus razones y así
será para siempre. No me queda más remedio que la subjetividad de mis
suposiciones.
Afuera llueve y mi monitor tiene de fondo una foto en blanco y negro. La
escala de grises en la que se ha dejado colorear mi vida desde que el abuelo
nos dejó deprime bastante, pero también le hace el juego a mis emociones. Y a
mí miedo. Ahora me acompaña un vaso de whiskcola, no lo suficiente macho para
tomar el whisky solo. Pienso bastante en él y en el diario, varias veces al
día. Generalmente las noches me encuentran en esta misma posición frente al
documento de Word en blanco, pero nunca me animo a escribir nada y terminó en
ninguna parte menos en esta historia.
Irónicamente, nunca supimos a ciencia cierta de que murió el abuelo.
Eran tantos los males que lo aquejaban, agravados por un nulo combate para
ahuyentarlos, que su deceso implicaba un misterio que no nos interesaba
resolver. Ya no estaba, al fin y al cabo; incluso conocer ciertos detalles
podía significarnos una dosis de culpa que no estábamos preparados para
sostener. Lo cierto es que un mediodía lluvioso de julio, el abuelo Pedro abrió
los brazos y tras un último ahogo (o desahogo, ya nunca lo sabremos) se
desplomó en su cama. La abuela María había vuelto a su lado hacía muy poco
tiempo, acaso previendo el final. Las ambulancias que habían venido a
socorrerlo aún se oían alejándose en las calles, luego de que él luchara
valientemente contra ellas. A mí no me van a llevar, siempre nos decía.
Recuerdo un velatorio teñido de lágrimas íntimas y a mi juicio, escasas.
Era evidente que el abuelo no había gastado mucho tiempo de su vida en caerle
simpático a los demás. Para mis adentros
me dije que en realidad éramos más bien pocos quienes teníamos el gusto de
tenerle afecto. Me hizo bien, al menos, pensar que en aquel momento tan triste
y particular, no sobraba ni faltaba nadie en la escena.
Es curioso, pero esa fue la
primera y última vez que vi un muerto. Nunca pensé que iba a sentir afecto por
el primer cadáver que se cruce en mi vida, pero a decir verdad, uno intenta a
veces negar, postergar un poco esas cosas. Sobre todo cuando es un chico. Hasta
ese entonces me las había ingeniado para pasar bastante lejos del cajón en cada
velatorio, algunas veces con astucia, otras con torpe evidencia. Pero aquella
oportunidad, la última vez que ví a mi abuelo, no tuve alternativa. Y no sentí rechazó, ni más tristeza porque no
podía; sino una profunda melancolía por recordar cada momento en que aquellas
mejillas ahora grises estaban cargadas de color, de cuantas risas me habían
provocado sus labios perdidos en su rostro inexpresivo, cuantas cartas me
habían escrito esas manos que ahora se aferraban sin firmeza a un pañuelo de
Estudiantes. Concluí al final que lo único que quedaba de él en ese cuerpo
helado era su pelo blanco, como la nieve, como las nubes, como estuvo el cielo
ese día.
Fue ahí, ahora
lo tengo claro, cuando pensé por primera vez en nuestro escondite secreto. Al principio lo
deseché de inmediato, como si pensar en eso violentase el luto que debía
mantener. Pero después me acordé del reloj y reflexioné, me hice mucho el mate
la verdad. Ese reloj pulsera, con un corazón albirrojo que llevó tantos años en
la muñeca y que tantas veces me había prometido cuando él se fuera. No confunda
el lector un deseo frívolo por aquel objeto, lo que me inquietaba era su
actualidad. Porque si ese reloj no estaba en su muñeca, cabían dos
posibilidades. La primera, la más feliz, por así decirlo, es que simplemente
otra persona me lo hubiese ventajeado y se lo haya sacado después de morir. No
los culparía más allá de su codicia, no tenían por qué saber que ya entraba en
mi herencia. Incluso, de ser así, me iba a hacer el sota, la verdad es que no
estaba listo para tenerlo todavía. Pero la otra, la otra chance era una
porquería. Porque si ese reloj estaba a fin de cuentas en nuestro lugar
secreto, significaba una sola cosa: que mi abuelo era demasiado consiente de su
muerte inminente. Probablemente, entonces, había sufrido.
Aquella reflexión me causo tal
angustia, que me quebré de nuevo y me tuve que ir de la sala. No era el momento
de consuelos tan bien intencionados como insultantes. Pensé bien los pasos a
seguir, porque tenía claro que tampoco estaba listo para visitar la casa donde
el abuelo Pedro encontró la muerte pocas horas antes, ni de ver todavía el peso
de su cuerpo marcado en lo que hasta el día anterior habían sido sus sábanas.
Dejé pasar ese día, y los sucesivos, hasta que perdí la cuenta de cuantos había
dejado. Mientras tanto, mi abuelo me visitaba en sueños. Del reloj no tuve
noticias.