jueves, 30 de agosto de 2012

Continuará


La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente.

Ludwig Wittgenstein.


Antes de interesarse en esta historia, deberá el lector saber que no tiene final feliz.

Creo que al menos cuando termine de escribir, voy a tener la tranquilidad de que sabés que la mayoría de las palabras y emociones que deberían inundar este texto, están perdidas para siempre en tu mirada, en algún rincón de esos ojos que tanto me distraen.  La suerte de tener lleno el corazón, bien a resguardo el alma se contrapone con el vacío de creatividad que se apodera de mi cuando estás cerca, algo que científicamente se define como embobado.

Ya había escrito hace meses una breve reseña de todos los miedos que siento cuando estamos juntos. Te expresé tantas veces el agradecimiento que me brotaba por cada miedo que me das, porque más aumenta porque más me gustas; cada día que pasa me siento más feliz de poder contarle al mundo el pánico que tengo de que algún día pueda perderte.

Porque el miedo me pone alerta y así siempre me va a encontrar atento a mejorar, para que nunca quieras alejarte de mí. Los dos sabemos que me preocupa bastante poder estar a la altura de las circunstancias, de lo perfecta e inmaculada que te veo, más cercana al cielo que nuestra aburrida tierra de vivos.

Y todo esto viene a colación de que por primera vez desde que estamos juntos, hablamos de lo triste y noble que podría ser nuestro final. Y te juré mi vida a cambio de tu felicidad eterna y te hubiese prometido lo que no existe para que no dejes de sonreír. Me respondiste con un abrazo sin tiempo que todavía siento y que ya extraño, lloraste con cualquier posibilidad de encontrar el último corredor en soledad. Advertía al comienzo que este texto no dejará epílogos felices. Es que simplemente descubrí estos dos días, que entre nosotros no tiene por qué existir un final.


miércoles, 1 de agosto de 2012

Nuestras noches imperfectas




En nuestras noches imperfectas algo se rompe, aunque todo sale bien. Una mirada que se anexa sin sonrisa y un abrazo apretado cargado de melancolía. Silencios incómodos y eternos se suceden para que el mundo deje de girar, desconociendo el porqué de su circular movimiento.

En nuestras noches imperfectas, nos amamos tanto como siempre, pero lo expresamos mucho más. Porque cuando algo se quiebra, ¡Y es el propio peso de las cosas el que da puntos a la herida!, reina el desconcierto y el temor. La adrenalina de tamborilear el presente que se antoja tan placentero, aun en la certeza de que esto no puede suceder.

En nuestras noches imperfectas reímos bastante menos y nos besamos con mucha más necesidad. Quizás sea el temor a la soledad, o la tristeza reinante, la que eleva nuestros cuerpos más al choque que al roce, mezclándonos en pasión y desesperación. En ese entonces se funde el fragmento de tiempo donde el curso de nuestro tiempo juntos se reconstituye.

Porque en nuestras noches imperfectas, la princesa vuelve a casa dormitando en mi hombro, que la rodea con el brazo. Y nos despedimos con un beso de valor añadido al vacío existencial en el que se sume mi alma, cuando de ella se separa. Es que son estas noches imperfectas, en las que añoro con locura, las que le otorgan mucho brillo a las demás.