La muerte no es ningún
acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende
no una duración temporal infinita sino la intemporalidad, entonces vive
eternamente quien vive en el presente.
Ludwig Wittgenstein.
Antes de interesarse en esta historia, deberá el lector saber que no
tiene final feliz.
Creo que al menos cuando termine de escribir, voy a tener la
tranquilidad de que sabés que la mayoría de las palabras y emociones que
deberían inundar este texto, están perdidas para siempre en tu mirada, en algún
rincón de esos ojos que tanto me distraen.
La suerte de tener lleno el corazón, bien a resguardo el alma se
contrapone con el vacío de creatividad que se apodera de mi cuando estás cerca,
algo que científicamente se define como embobado.
Ya había escrito hace meses una breve reseña de todos los
miedos que siento cuando estamos juntos. Te expresé tantas veces el
agradecimiento que me brotaba por cada miedo que me das, porque más aumenta
porque más me gustas; cada día que pasa me siento más feliz de poder contarle
al mundo el pánico que tengo de que algún día pueda perderte.
Porque el miedo me pone alerta y así siempre me va a
encontrar atento a mejorar, para que nunca quieras alejarte de mí. Los dos
sabemos que me preocupa bastante poder estar a la altura de las circunstancias,
de lo perfecta e inmaculada que te veo, más cercana al cielo que nuestra
aburrida tierra de vivos.
Y todo esto viene a colación de que por primera vez desde
que estamos juntos, hablamos de lo triste y noble que podría ser nuestro final.
Y te juré mi vida a cambio de tu felicidad eterna y te hubiese prometido lo que
no existe para que no dejes de sonreír. Me respondiste con un abrazo sin tiempo
que todavía siento y que ya extraño, lloraste con cualquier posibilidad de
encontrar el último corredor en soledad. Advertía al comienzo que este texto no
dejará epílogos felices. Es que simplemente descubrí estos dos días, que entre
nosotros no tiene por qué existir un final.