Pero
las rocas siguen sangrando y sus derrotas vos vas pagando. Nadie que entienda
ya de tu herida; solo la noche se hizo tu amiga…
Ciro y Los Persas.
No me acuerdo cuando fue que me di
cuenta que la vida tenía muchas cosas hermosas si estábamos dispuestos a
verlas. No sé, simplemente no me acuerdo en que momento fue que mi cabeza hizo
un clic. Se trató de un cambio más gradual, creo yo. Conforme e inevitablemente fui creciendo, he
ido cayendo en la cuenta que lo que yo creía problema, no era tan así e incluso
me tomé la libertad de aprender que hasta lo que sienta como un problema ahora,
más tarde entrará en mi lista de cosas en las que perdí tiempo y ánimo
innecesariamente. Pero bueno, se sabe
que sentir es una realidad, al menos en los que tenemos corazón y no podemos
evitar preocuparnos o alegrarnos de las cosas que vivimos. Sí podemos
adecuarlas a nuestra filosofía, y en algo de eso estuve trabajando: Comprender
que sentirse mal o bien es parte de una alternativa. Después de todo, en la
vida pasé cosas relativamente negativas y de la única que no me recuperé es de
la muerte de los demás.
Y en algo de eso andaba cuando nos
miramos de forma diferente. O no; tal vez siempre nos vimos de la misma manera
y el destino caprichoso, ese que dudo que exista, quiso que sea ahora, ni antes
ni después, el momento en el que te puedo besar sin que te sorprenda. O te
puedo escribir estos textos, o puedo equivocarme y remediar mis errores y poner
en práctica lo hermosa que es la vida.
Pensaba en eso el otro día cuando recordé la metáfora del cielo y las
estrellas, que francamente perdí donde leí. Tal vez nunca la vi en ningún lado,
se me ocurrió a mí en algún sueño y en realidad soy un genio de proporciones
bíblicas. Bueno, eso es improbable.
Resulta que cierta vez existió un
hombre que se había enamorado del cielo. Era un tipo de ciudad, que siempre le
había dedicado su tiempo al trabajo y otras banalidades. Una noche,
probablemente borracho, se cayó en la calle. Estaba solo. Cuando intentó
levantarse, resbaló dos o tres veces. Escupió y golpeó con fuerza, pero el
piso estaba mojado y eso no iba a mejorar las cosas. Hizo un esfuerzo por
razonar, que era todavía más difícil que separarse del suelo. Un paso a la vez,
lento, apoyó primero los brazos y luego buscó algo de que aferrarse. Finalmente
se pudo incorporar. Una vez de pie, alzó la vista al cielo. Estaba azul, limpio,
inmenso. Carente de nubes. Se quedó tan fascinado con lo que veía, que el
amanecer lo descubrió todavía de pie en la vereda. Desde ese entonces, le
dedicaba su espacio todas las noches. Le buscó su encanto al día también, ilusionado
con que su descubrimiento le abriese la puerta a todavía más sensaciones.
Encontró cosas buenas, pero nada se comparaba con lo hermosa que era la noche.
Llegado el verano, preso de una
rutina que no pudo abandonar, se tomó unas merecidas vacaciones para irse al
campo, a descansar. Había pensando en la playa primariamente; optó por evitar
los grandes conglomerados. La tarde que llegó, se dispuso a acostarse en la
mecedora y leer un libro, largo y entretenido, que metaforizaba sobre la vida y
los escritores nocturnos. Se perdió tanto en su lectura a la luz del farol, que
el crepúsculo pasó de largo hasta convertirse en profunda negrura. Cuando nuestro
hombre, que se había distraído en un deseo interno de comer algo, levantó su
mirada, el libro se le cayó de las manos: Sobre él reinaba un firmamento azul
oscuro, brillante, bañado por millones de estrellas.
Su primera sensación después del
shock fue un nudo en la garganta, que le indicó que todavía estaba con vida. Su
primera reacción, por tanto, fue limitar esas lágrimas que le brotaban, acostumbrado
a la torpe idea de que las demostraciones emotivas denotan debilidad. Pero él
estaba solo en ese inmenso campo vigilado por el más hermoso cielo lleno de
estrellas y se dijo así mismo que pase lo que pase, tenía que permitirse
disfrutarlo, aunque eso involucrase desahogar penas.
¡Era tan perfecto el cielo con
estrellas! Tanto que pasó sus vacaciones sin descansar, despierto todas las
noches, tirado en el pasto mirando hacia arriba. Pero un día sin darse cuenta,
descubrió que debía volver a la rutina y a la ciudad. Renovado por su nuevo
tesoro, regresó con más fuerzas hasta que se chocó con la noche.
Allí, inundado de tristeza, descubrió que el
cielo no tenía estrellas. Intentó recrear el momento del primer amor,
revitalizar la primera mirada, pero fue en vano. Una vez conocidas las
estrellas, le pareció vacío e insulso todo lo demás.
Me vino a la mente esta metáfora
porque un poco así me siento. Quizá (seguramente) sea la fragilidad del
enamorado la que me lleva a ser parte de estos miedos incluso cuando estás
conmigo. ¡Pero es que yo había avanzado en muchas cosas! Sabía ya que la vida
era hermosa y que uno puede recuperarse de la mayoría de las sensaciones malas.
Pero ahora veo que de a poco te vas volviendo cada vez más indispensable. Y me
preocupan las sensaciones que se vuelven imposibles de frenar.
Es que cada vez que te veo, siento que estoy
enfrente de un cielo minado por las estrellas.
¡Bailaré,
Bailarás, bailará otra vez! Que los astros te van a ver, que un buen trago
nunca viene mal cuando pega la vida con tanta sed...
Ciro y Los Persas