miércoles, 7 de octubre de 2015

Una capa de grasa

Pocas veces en mi existencia he conocido personas más incapaces de robar que mi padre. No, no es que sea incapaz en forma física, gracias a Dios, ninguna limitación lo ha hecho su presa. Simplemente mi padre fue, y de hecho, lo será siempre, el hombre más honesto que haya conocido en toda mi existencia.

Si tengo una imagen suya guardada en las retinas y en el corazón, es verlo fascinado, durante mi infancia, trabajando diez horas por día, parado y con el overol cubierto de grasa. Era mecánico, mi viejo. A veces, producto del cansancio, se martillaba uno que otro dedo intentando reparar un servo. Incluso recuerdo una oportunidad en la que estuvimos de urgencia en la clínica del ojo porque un pistón de bomba traicionero había sucumbido a los dos kilos de presión que mi padre ejerció para liberarlo de forma imprevista.

Ese trabajo, que mi papá desarrolló hasta con el cuidado de un artista desde que tuvo 19 años, cuando descubrió que quien suscribe habitaba un vientre fruto de su pasión, le valía un deterioro físico notable. Sobre todo en sus manos. Siempre me produjo pena y algo de admiración, tener un padre tan joven, bastante más que el resto de los demás papás de mis amigos y que siempre parezca a su altura o más. Y las manos siempre negras, la ropa siempre con grasa y a él no le importaba, nada le importaba que tuviese que ver con la estética.

Por eso, de chico no entendía por qué la gente lo miraba raro, como con miedo. Por qué cada vez que íbamos a un kiosco lo atendían por la ventanilla. Cada vez que íbamos a un banco desconocido, el guardia de seguridad nos preguntaba si teníamos algún problema y se quedaba al lado nuestro, pero yo tenía la sensación de que el problema, en realidad, éramos nosotros.

Cuando mi papá empilchaba con la ropa de trabajo en un contexto diferente, todos nos querían ver lejos. A mi papá le tenían miedo.

Lógicamente que la situación me ha arrancado varias lágrimas de impotencia, incluso ahora que lo recuerdo. ¡Miedo de mi papá! Cómo si fuese capaz de robarle a alguien. Como si le interesara el contenido de una cartera animal print de una vieja paqueta asidua de La París. Como si no agotara sus posibilidades físicas para que a mi no me falte nada. Como si no hubiese desperdiciado su enorme talento intelectual en un trabajo monótono y aburrido solo por cumplir sus obligaciones. Él se lo tomaba con más gracia. Con el paso de los años, se había acostumbrado.

Todavía me acuerdo la última mañana que lo vi con vida. Eso asoma lógico, porque se trata de una persona que idolatro, asumirá el lector. Pero lo cierto es que, tristeza póstuma mediante, fue un momento casi intrascendente. Compartimos un mate, a las apuradas porque yo tenía que entregar un trabajo práctico y como tenía los ojos cegados por el sueño, casi no pude verlo bien. El momento culmine de la triste escena encuentra a mi papá parado en el umbral del garaje con una sonrisa con sorna en torno a mi estado de somnolencia. Me dijo “nos vemos” con toda la inocencia que puede tener alguien que desconoce que transita las últimas horas de vida.

A la tarde noche y tras cerrar el taller, cruzaba la calle por la esquina, porque así siempre me lo había enseñado, porque predicaba con el ejemplo, cuando un Volkswagen Bora plateado con vidrios polarizados cruzó en rojo y lo acercó a los cielos, lugar donde pertenecía. No había testigos y mi papá todavía tenía las manos negras, y la grasa en la ropa de trabajo. La primera impresión de la policía concluía que el que había cruzado mal había sido mi viejo.