Sí tengo que ser honesto, nunca le pregunté cómo se le
ocurrió. No sé si fue improvisado, si lo había charlado antes o si naturalmente
fue una acción de la que no tomó nota. A lo mejor comenta este texto y nos saca
de la duda. O no. Quizá ni siquiera se haya dado cuenta. Conociéndolo, lo más probable es que no lo
lea.
Entre gesto y gesto pasaron once años, cuatro meses y diez
días, cuatro mil ciento cuarenta y ocho en total. Tres mundiales y cinco
finales. Todavía no había asumido Néstor y ahora ya está muerto. Chicos que no
habían nacido ya tienen la edad que yo tenía cuando empezó esta historia.
Aunque para ser sincero, no tengo claro cómo fue eso, la verdad.
Habrá notado el lector, a estas alturas, que no puedo brindar
precisiones sobre mucho más que del paso del tiempo. En momentos como este es
cuando me reprocho no haber escrito un diario desde que era más chico. Después
me digo que me hubiesen fajado más en el colegio de haberlo hecho, y mínimamente
se me pasa. Aunque la verdad que me encantaría que haya un registro de eso.
Del momento en que nos hicimos amigos, digo.
Siempre nos causó gracia a los dos nuestra primera
conversación, que eso si lo retenemos. Siempre se acuerda que en la primera
clase de cuarto grado yo contestaba todas las preguntas de la maestra y hasta
le hice creer que yo era de los más vivos. Uno de esos días, con la verdad ya
revelada, me acerqué hasta el último banco del fondo del aula para pedir algo
prestado y noté que él tenía una cartuchera de Gimnasia. Nuestro primer dialogo
sonó como una decepción mutua y eterna al averiguar que colores nos corrían por
las venas. De ahí en más, todo se vuelve difuso. En algún momento de aquel año
2000, pactamos implícitamente que eramos amigos de los que aguantan.
Y estoy seguro que fue entonces, porque un tiempo después,
un tres de noviembre de 2003 para ser más exacto, el Torre me dejó claro que el vínculo que teníamos
era ya muy fuerte. Hoy lo entiendo como
uno de los primeros recuerdos de su escencia como tipo, como compañero, como
hermano.
Cuando yo era muy chiquito, tanto como para preguntar el por
qué de todas las cosas, me explicaron que el abuelito que mi papá tanto quería
se había ido al cielo y que por eso ya no lo iba a ver nunca más. Que ahora era
una estrellita que estaba arriba, bien alto y que la tenía que saludar.
Incluso, hasta me mostraron una que brillaba más que todas y me dijeron que ahí
estaba, mirándome. Confieso ahora, a los 24 años, que esa fue una de las
mentiras más hermosas que alguna vez me hayan contado.
El asunto es que, medianamente, crecí preparado para aceptar
la perdida de la vida humana. Para encontrar cierto optimismo en la partida de
un ser querido, cierta aceptación matizada con la esperanza de que seguramente,
su presente sería mejor allá en alguna parte donde sea que le toque estar. Creo
que en el fondo sabía que era una incógnita, pero como todo lo incomprobable,
siempre terminamos quedándonos con los que nos hace sentir menos mal.
Pero hete aquí que un mediodía de febrero de 2002 la abuela
Eva silbó con su melodía en la puerta de casa y cuando salí me encontré con que
en el canasto de su bicicleta había una bolita chiquita y negra, una perrita
que de tan fea a mí me pareció hermosa y me enamoró para siempre. Fui muy feliz
el tiempo que estuve con Angie en casa. Sigo sosteniendo que uno como nene no
está completo hasta que tiene una
mascota a la que amar.
Angie era una perrita chiquita, inquieta y rápida, tanto de
todo eso que descubrió muy pronto que se podía escapar por la ventana y ganar
la libertad. Como esos nenes de tribus africanas que ven una cámara por primera
vez, ante la ignorancia del peligro, nunca sentí miedo. No sé me ocurría que
algo malo le podía pasar.
Hasta que un domingo de noviembre del año siguiente,
habíamos llegado de tomar mate en Punta Lara y papá decidió lavar el auto y yo
lo ayudé y Angie escapó por la ventana y frente a mis ojos de niño iluso un 504
la pasó por encima fragmentando para siempre lo que alguna vez fue mi infancia.
Hasta ese momento de mi vida, no recuerdo un día más triste.
En algún momento de esa tarde eterna, el Torre me llamó para
pedirme una tarea, porque a veces el destino tiene esas cosas. Él sabía que yo
no era el compañero más idóneo para consultarle asuntos del colegio, pero él me
llamó y yo atendí y me encontró llorando, llorando mucho, tanto que lo asusté.
Imagino que lo asuste, bah. A lo mejor ya estaba preparado.
Sí, es probable. Eso debe ser. De lo contrario no le encuentro sentido a que al
otro día a las siete de la mañana, un pibe de 13 años haya esperado en la
esquina del colegio, antes de entrar, para regalar un gesto de fidelidad como
ese. Esas son cosas de gente grande. Y
de gente grande muy, muy buena. Ahora que soy grande lo sé.
El asunto es que el Torre me vió y no emitió ninguna
palabra. Lo recuerdo patente, con las dos manos en las tiras de la mochila, en la mañana que quería ser mañana pero
todavía no era, parado en la esquina de 44 y 29, con la mirada incómoda,
esperando que yo pase al lado suyo para no decir absolutamente nada y ponerme
una mano en el hombro que lo dijo todo y que me hizo llorar. Nunca le di las gracias. Creo que a él
tampoco le importaba.
Como tampoco le importó que lo haga 11 años, cuatro meses y
diez días después, cuando llegó, con el resto de los chicos, quince minutos
después de que yo pensara y sintiera que había arrebatado una vida. Había
manejado la situación como podía. Había sido un hombrecito, y cumplí al pie de
la letra el procedimiento que debe cumplir cualquier buen samaritano. Pero algo
adentro mío se estaba rompiendo. Él lo debe haber notado, estoy seguro, aunque
esta vez tampoco se lo pregunté. Supongo que algunas cosas simplemente están
destinadas a morir en un misterio. Porque de alguna manera, cuando todos me
decían que ya estaba todo bien, que me quedara tranquilo, y yo empezaba a
escuchar las voces cada vez más lejos y me obnubilaban las luces de la sirena
de la policía, el Torre se quedó callado y me apoyó la mano otra vez, pesada, sobre
mi hombro derecho. Y yo, de nuevo, esta vez más disimulado y en silencio, no pude evitar
llorar.