El otoño me deprime. Siempre lo hizo. Lo relaciono
irremediablemente con la llegada del frío que desprecio y el comienzo de las
clases, que me genera sentimientos símiles. Y una cosa lleva a la otra, vio. Porque si hay
algo que odiaba de la escuela era que mamá me limpiara con su saliva los
bigotes de jugo antes de irme. ¡Como si todo el proceso no fuese una mierda ya,
que todavía tenía que ir con baba de madre en la cara!
Vivir cerca del colegio tenía sus desventajas y beneficios.
Ratearse hubiese sido una boludez. Nunca me tuve que tomar un micro para
llegar, nunca supe cuánto valía el boleto estudiantil ni usé guardapolvo
siquiera una vez. Pero lo más choto de todo el asunto, era que antes que
pudiera sacarme la baba de la jeta, ya estaba en el patio, rodeado de pibes que
jugaban a las bolitas, de chicas que saltaban la soga y de esas hojas que deja
caer el otoño de mierda. Y no tenía más que aceptarlo. La vida era eso. Cuando
miro para atrás, me relaja asumir que otros tomaron por mi esa decisión.
Sobre todo cuando me veo varios otoños más adelante corriendo
por la calle de madrugada, esperando que venga algún hijo de puta a robarme
para darle una patada en las pelotas. Y corro angustioso, con unas zapatillas
que dan lástima, una bermuda cuyo botón explotó por la panza, la chomba celeste
que extiende su cuello solapado por encima de la campera negra conformando una escena bastante ridícula. Y cuando me freno porque el asma está acabando con lo que me queda de
vida, las veo. Tomándome el pelo, a
escasos metros, en toda la cuadra. Disimulan, como si el hecho de que fueran
testigos de los momentos más tristes de mi vida fuera una casualidad absoluta.
No se mueven ni un centímetro, no hay viento que las pueda despegar. Amarillas,
resecas, sin brillo. Serán testigos.
Las hojas que viola este otoño de mierda.