lunes, 10 de febrero de 2014

Alter Ego


Aun negados por la razón, los fantasmas se resisten a morir.
Alejandro Dolina.


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Espósito le acaba de decir a Irene que no le importa que tan difícil sea todo y la puerta se cierra, llevándose con ella el misterio de que será de su futuro. Por unos segundos todo permanece en silencio y Juan no se mueve de la silla, como expectante de que los créditos revelen alguna imagen inédita que nunca nadie descubrió. Poco parece significarle el hecho de que sea la décimo tercera vez que ve la película. Los resultados volverán a ser infructuosos.

Finalmente decide que ya esperó suficiente y con un dejo de resignación, Juan se levanta los anteojos por encima de su cabeza y tras apoyarlos cuidadosamente en el paño que reposa sobre la mesa desayunadora que tiene encima de su estómago, se resfriega los ojos con la mano derecha, víctimas de una exposición prolongada a la pantalla de LED y sus propias emociones.

¿En qué quedamos?  Se reprocha así mismo al unísono en que el picaporte explota de forma exagerada para anunciar que su madre ingresa en su pequeño universo, como si hubiera sincronizado de forma perfecta el final del film. Juan esconde de inmediato su cabeza en un poster de Michael Keaton disfrazado de Batman que ocupa una pequeña parte del rincón derecho de su habitación y antes de que su mamá note que había estado llorando inicia cualquier conversación que pudiera sortear la escena.

-         Tengo que sacar los posters y pintar en estos días, Ma. Lo vengo postergando hace cuatro años. – exclamó con la mayor convicción que le supo posible, mientras observaba con simulada gravedad la situación.

Irma lo observó con ternura sin siquiera musitar. Retiró la bandeja por sobre la humanidad de su único hijo como si flotase y se retiró de la pieza con gracia cerrando la puerta al salir. Juan reflexionó unos segundos. Su madre había notado cada reacción suya, estaba claro, incluso las previas a su fantasmal aparición. Se preguntó si ella tendría alguien con quien comentar la preocupación que probablemente sentía por su hijo treintañero y solitario. Elaboró una escueta lista de las personas que podían llegar a interactuar con su madre Algunos nombres propios, muy difusos, muy lejanos como para hablar de algo tan intímo. 

-         O algo tan choto.- Dijo como un susurro que resonó como un grito entre la oscuridad y el silencio que reinaba en la habitación y el resto de su casa.

Aquellas palabras se repitieron como un eco dentro de su cabeza durante un largo rato, incluso cuando se puso el conjunto Le Coq que vestía día por medio cuando realizaba su trote nocturno. ¿Sentiría Irma vergüenza de su creación, su único hijo? Razones no le faltan, pensó.

Juan tenía 33 años y eso es prácticamente todo lo que solía decir de sí mismo las escasas ocasiones en que la vida le presentaba alguien nuevo. Había dejado la facultad cuando tenía 25 o 26 años porque Irma se había enfermado gravemente y solos en el mundo, no tuvo alternativa que dejar de cursar el cuarto año de la Licenciatura en Sistemas para nunca volver a retomar. Tenía trabajo estable, es cierto, tan rutinario y vacío como el resto de su existencia: día tras día cargaba el presentismo de unos trescientos empleados de Quadbrians, una importante consultora en la que había puesto muchas expectativas cuando ingresó seis años atrás, expectativas que nunca se vieron realizadas. 

Es una mirada un poco injusta, se dijo, mientras cruzaba caminando una avenida sin mirar en ninguna dirección particular, a riesgo de ser pisoteado por cualquier vehículo que pudiera con su físico esmirriado y adolescente de masa muscular. Juan consideraba (y tenía razón) que poseía cualidades que nadie se había tomado el trabajo de descubrir en él y que podían ser muy útiles.

Tenía una excelente memoria, por ejemplo. Lo había demostrado aquella vez que salvó del ridículo a sus compañeros de Recursos Humanos cuando olvidaron que era el cumpleaños de Mangioni, el Jefe de la Sala Administrativa, un tipo desagradable cuyo cumpleaños todos querían olvidar por inconveniente que sea, ya que era el encargado de manipular los fondos de horas extras para el Personal. 

Como nadie nunca le agradeció o pareció recordarlo, Juan retuvo esa habilidad en silencio, tímido de exponer algo que pudiese hablar bien de sí mismo. Tampoco es que tenía tan seguido aquella oportunidad. Mientras corría ahora sí por el desolado parque a las tres de la madrugada,  llegó al meollo de su crisis existencial. Detuvo su marcha por completo, dudoso de llegar de nuevo a ese rincón triste de sus pensamientos que solía tapar con películas de superhéroes, El Secreto de sus Ojos y la intimidad de su habitación: Juan no tenía ni un amigo en el mundo. Nunca había tenido una novia, ni nadie a quien considerar un confidente. 

Su vida se resumía a su pieza, el trabajo, las películas y su mamá.