Aun negados por la razón, los fantasmas se resisten a morir.
Alejandro
Dolina.
1
Espósito le acaba de decir a Irene que no
le importa que tan difícil sea todo y la puerta se cierra, llevándose con ella
el misterio de que será de su futuro. Por unos segundos todo permanece en
silencio y Juan no se mueve de la silla, como expectante de que los créditos
revelen alguna imagen inédita que nunca nadie descubrió. Poco parece
significarle el hecho de que sea la décimo tercera vez que ve la película. Los
resultados volverán a ser infructuosos.
Finalmente decide que ya esperó suficiente
y con un dejo de resignación, Juan se levanta los anteojos por encima de su
cabeza y tras apoyarlos cuidadosamente en el paño que reposa sobre la mesa
desayunadora que tiene encima de su estómago, se resfriega los ojos con la mano
derecha, víctimas de una exposición prolongada a la pantalla de LED y sus
propias emociones.
¿En
qué quedamos?
Se reprocha así mismo al unísono en que el picaporte explota de forma
exagerada para anunciar que su madre ingresa en su pequeño universo, como si
hubiera sincronizado de forma perfecta el final del film. Juan esconde de
inmediato su cabeza en un poster de Michael Keaton disfrazado de Batman que
ocupa una pequeña parte del rincón derecho de su habitación y antes de que su
mamá note que había estado llorando inicia cualquier conversación que pudiera
sortear la escena.
-
Tengo que sacar los posters y
pintar en estos días, Ma. Lo vengo postergando hace cuatro años. – exclamó con
la mayor convicción que le supo posible, mientras observaba con simulada
gravedad la situación.
Irma lo observó con ternura sin siquiera
musitar. Retiró la bandeja por sobre la humanidad de su único hijo como si
flotase y se retiró de la pieza con gracia cerrando la puerta al salir. Juan
reflexionó unos segundos. Su madre había notado cada reacción suya, estaba claro,
incluso las previas a su fantasmal aparición. Se preguntó si ella tendría
alguien con quien comentar la preocupación que probablemente sentía por su hijo
treintañero y solitario. Elaboró una escueta lista de las personas que podían
llegar a interactuar con su madre Algunos nombres propios, muy difusos, muy
lejanos como para hablar de algo tan intímo.
-
O algo tan choto.- Dijo como un
susurro que resonó como un grito entre la oscuridad y el silencio que reinaba
en la habitación y el resto de su casa.
Aquellas palabras se repitieron como un eco
dentro de su cabeza durante un largo rato, incluso cuando se puso el conjunto Le Coq que vestía día por medio cuando
realizaba su trote nocturno. ¿Sentiría Irma vergüenza de su creación, su único
hijo? Razones no le faltan, pensó.
Juan tenía 33 años y eso es prácticamente
todo lo que solía decir de sí mismo las escasas ocasiones en que la vida le
presentaba alguien nuevo. Había dejado la facultad cuando tenía 25 o 26 años
porque Irma se había enfermado gravemente y solos en el mundo, no tuvo
alternativa que dejar de cursar el cuarto año de la Licenciatura en Sistemas para nunca volver a retomar. Tenía trabajo estable, es cierto, tan rutinario y
vacío como el resto de su existencia: día tras día cargaba el presentismo de unos
trescientos empleados de Quadbrians,
una importante consultora en la que había puesto muchas expectativas cuando
ingresó seis años atrás, expectativas que nunca se vieron realizadas.
Es
una mirada un poco injusta, se dijo, mientras
cruzaba caminando una avenida sin mirar en ninguna dirección particular, a
riesgo de ser pisoteado por cualquier vehículo que pudiera con su físico
esmirriado y adolescente de masa muscular. Juan consideraba (y tenía razón) que
poseía cualidades que nadie se había tomado el trabajo de descubrir en él y que
podían ser muy útiles.
Tenía una excelente memoria, por ejemplo.
Lo había demostrado aquella vez que salvó del ridículo a sus compañeros de
Recursos Humanos cuando olvidaron que era el cumpleaños de Mangioni, el Jefe de
la Sala Administrativa, un tipo desagradable cuyo cumpleaños todos querían
olvidar por inconveniente que sea, ya que era el encargado de manipular los
fondos de horas extras para el Personal.
Como nadie nunca le agradeció o pareció
recordarlo, Juan retuvo esa habilidad en silencio, tímido de exponer algo que
pudiese hablar bien de sí mismo. Tampoco es que tenía tan seguido aquella
oportunidad. Mientras corría ahora sí por el desolado parque a las tres de la
madrugada, llegó al meollo de su crisis
existencial. Detuvo su marcha por completo, dudoso de llegar de nuevo a ese
rincón triste de sus pensamientos que solía tapar con películas de superhéroes,
El Secreto de sus Ojos y la intimidad de su habitación: Juan no tenía ni un
amigo en el mundo. Nunca había tenido una novia, ni nadie a quien considerar un
confidente.
Su vida se resumía a su pieza, el trabajo, las películas y su mamá.